Llevaba diez años haciéndolo y ninguno fallaba.
Quedaban sólo veinte portales donde viviese el cabeza de
familia.
Anselmo Villapalos Arias, un lugareño de Valladolid, se había
trasladado a una casa vacía, que era la última de la calle y aun del pueblo (ya
que el pueblo sólo estaba formado por esa calle), hacía sólo unos días.
La casa la había dejado vacía la Muerte el año anterior.
Anselmo tenía mujer y tres hijos (dos niñas y un niño, todos de
corta edad) y era escéptico respecto a lo de la llegada de la Muerte. Decía por
ejemplo:
-¡Ah, ignorantes
pueblerinos, a estas alturas y aún creyendo en bobadas de este calibre. La
Muerte no se le presenta a nadie un día determinado de cada año, entre otras
razones porque la Muerte no existe como figura humana!- Esto exclamaba el buen
Anselmo ante los demás hombres, cabezas de familia del pueblo que aún quedaban.
Ellos le tenían por una especie de hereje. Alguien que se tomaba a la ligera
algo tan serio. Pero era igual. A ellos sólo les interesaba saber cual sería el
elegido ese año.
A estas alturas los fríos se entraban ya por los recodos y
espacios del pueblo, caían las primeras heladas y también pequeñas y
premonitorias nevadas. Premonitorias de que se acercaba Diciembre.
Por aquel tiempo a Anselmo le estaba cambiando la cara, ya no
estaba alegre y despreocupado y se empezaba a preguntar el porqué de su
traslado a ese maldito pueblo. En realidad la vida en su ciudad era mucho mejor
que todo aquello. "Para buscar la tranquilidad", se había dicho, pero
no podía creerlo ni él mismo. La verdad es que no sabía qué lo había traído
precisamente a ese lugar. Él era escritor de novelas. Novelas realistas y en
general bastante aburridas, pero la gente (los entendidos) decían que eran
obras literarias de gran calidad. Obras literarias, ¡ja!, eso me suena a como
si estuviesen construyendo una biblioteca o algo así. Pero en fin, su excusa
(acababa de darse cuenta de que se había dado esa excusa a él mismo y no sabía
el porqué ni el para qué) era que quería encontrar tranquilidad para escribir,
cuando en Valladolid tenía toda la que necesitaba y aún más.
Reflexionaba y trataba de convencerse de que todos sus temores
eran tontos e infundados, y cuando casi se había convencido a sí mismo,
caminando por la calle, veía lo vacía y sola, polvorienta y decrépita, que
estaba una de las nueve casas que había abandonadas, pues al morir el cabeza de
familia, ésta a su vez se marchaba de allí, y oía el frío y muerto aire del
pueblo filtrarse por los rincones de la casa, penetrando por algún resquicio de
una ventana o por debajo de la puerta, y producir un gélido gemido, y al mismo
tiempo levantar el acumulado polvo de las casas viejas, pues daban esa
impresión, y sacarlo fuera provocando unas ligeras nubecillas que a veces casi
adquirían forma humana y recordaban a Anselmo que allí dentro había vivido una
persona, que quizá no había creído que la Muerte vendría por él y sin embargo
él ya no estaba en ese momento.
Cuando esto pasaba, faltaban diez días para la entrada de
Diciembre y aún Anselmo, aunque intranquilo, vivía feliz. Escribía a veces y
otras se dedicaba a pasear por la calle de arriba abajo. El frío aumentaba y
los días se acortaban, así como la esperanza de Anselmo, que no obstante
trataba de parecer fuerte.
Nevaba y había niebla, y cada vez más fuertes heladas, pero
nunca llovía, nunca era agua líquida. Anselmo siguió escribiendo su novela, que
iba a titular: "El desencanto del caballero de gris" y que parecía
ser un "bodriazo" sobre la vida del siglo XVIII y XIX o algo por el
estilo. A él le parecía un título brillante y, por qué no decirlo: pedante. Los
habitantes del pueblo, de los que algunos valientes habían leído algunos de sus
libros, pensaban que por el título bien podría volver a superarse Anselmo, en
cuanto a escribir un libro más desesperadamente aburrido que los anteriores. Y
el que Anselmo les leyese a veces algunos pasajes de su nuevo libro venía a
confirmárselo.
Anselmo les reunía a veces en la plaza, que en realidad no era
plaza, sino el centro de la calle, formada por las dos hileras de casas blancas
y grandes en que vivían y, a parte de contar cosas sobre su "obra
literaria" les hablaba de que por qué le había dicho eso sobre la Muerte,
de que por qué le querían asustar. Decía que si era una broma se lo dijesen,
pero ellos, los veinte, movían la cabeza y se espantaban de que el no creyese
en la Venida, que así era como llamaban al día en que la muerte venía para
levarse a uno de ellos. Él se aterrorizaba y se desesperaba al oír aquella
respuesta, y aún se aterrorizó más cuando con la noche más fría del año hasta
entonces, entró Diciembre. Él pensaba las cosas para sus adentros, se había
despreocupado de todo: de su aspecto, de su familia, de su NOVELA... Alguien
tan erudito como él sólo podía despreocuparse de una novela empezada y además
tan buena, si algo grave le pasaba.
Los demás seguían oscuramente felices, más oscuramente que en
fechas anteriores, pero al fin y al cabo felices. Ellos ya estaban
acostumbrados a eso. Vivían allí desde siempre. Anselmo era el primero que
había ido al pueblo a cubrir la baja de uno de los suyos, él era el único desde
que todo comenzó.
Anselmo había dejado su novela en este párrafo: <>.
Aquí había abandonado Anselmo a su señorial Agustín y con él su libro.
Lo del agua líquida le recordó lo que pasaba en el pueblo y no
lo pudo soportar. Bien, este fragmento es todo un ejemplo de las
"construcciones de bibliotecas" que escribía Anselmo. Nunca pensó en
dedicarse a escribir libros de miedo porque, con su gran calidad literaria los
haría tan reales que se cagaría de miedo él solo. Y en realidad lo que pasaba
en aquel pueblo parecía una historia de miedo. Anselmo se preguntaba: "¿Por
qué la gente de este pueblo dice eso de La Venida de la Muerte? ¿Querrán
asustarme? ¿Será una pesada novatada o algo así? ¡Dios! ¿Y si es verdad, por
qué no se van? ¿Qué les detiene aquí? Y lo más importante: ¿Qué me detiene a mí
aquí? No, no puedo admitirlo, no, yo soy una persona seria e inteligente".
Pero en aquel momento Anselmo no era nada serio. Tenía siempre una forzada risa
callejera enseñando sus hasta entonces inmaculados dientes. Ahora tornaban
amarillos y sus ojos se abultaban y dos bandas negras los adornaban más abajo
en su cara. Se limpiaba los mocos con las mangas, no se cambiaba de ropa, no se
lavaba ni se afeitaba. "¡Dios, con lo respetable que era!", decían
algunos del pueblo. Y cuando le veían le recordaban la inminente venida de la
Muerte, que escogería a uno de ellos. También le invitaron a la fiesta.
-¿Qué fiesta?- Dijo
Anselmo.
-La que se hará después
de La Venida de la Muerte. Celebraremos el que otro año más la Muerte no nos ha
llevado, es una gran fiesta, ¿participarás?, claro, siempre que no seas tú el
elegido. Hazme caso, Anselmo, es el día más feliz del año.- Esto lo dijo un tal
Ramiro.
-Sí, iré, espero.- A
Anselmo le parecía eso algo macabro, pero lo prefería a lo otro.
La noche anterior a la Noche, Anselmo no podía resistirlo y
preguntó a los del pueblo que por qué no se iban del pueblo, si es que sabían
que la Muerte iba a venir por ellos. Ramiro respondió.
-¿Qué?, ¿irnos?, no
digas bobadas, este es nuestro pueblo desde siempre, nuestra vida siempre se ha
desarrollado aquí, aquí somos felices y el día tres es sólo un día más, siempre
hemos vivido con ello.
-¿Siempre?, pensé que
todo empezó hace diez años, alguien me lo contó.
¿Diez?, bien puede,
pero yo no me refiero a ese tiempo, sino al Tiempo mismo. Además, fuera de este
pueblo no hay nada, ¿no lo sabías?
-¿Nada?, entonces ¿de
dónde vine yo?
-Supongo que de donde
todos, antes de estar en esta vida, en el pueblo.
-¿De la ciudad dices?-
Anselmo, aunque pronunció la palabra "ciudad", ésta ya no tenía
significado para él. Apenas se acordaba de su vida anterior.
-Quizá se llame así la
nada, pero no importa, no nos acordamos. Acuéstate y duerme tranquilo. Lo que
sea será y creo que deberías arreglarte un poco, la Muerte merece respeto.
Todo esto confundió
mucho a Anselmo, pero lo que más le aterrorizó fue que se dio cuenta de que sus
preguntas eran inútiles, ya que él mismo ya no podía salir del pueblo, no sabía
por qué, pero no podía.
Intentó dormir, pero no pudo, tuvo horrendas ensoñaciones toda
la noche y se dio cuenta de cuan al margen había dejado a su familia. Se
prometió que de salir vivo de la noche siguiente volvería a tratar bien a su
familia y a preocuparse de ellos.
Por la mañana, no obstante, se arregló un poco, más por no
caerle mal a la Muerte que por otra cosa, pero su aspecto ahora era más
terrible y gélido. Su rostro estaba petrificado en ese gesto sonriente
perpetuo, sus dientes (los que le quedaban), eran negros. Ese día lo pasaron
todos preparando el pueblo para la Venida de la Muerte y para la posterior
fiesta. El día pasó tan rápido que Anselmo no tuvo ocasión de pensar en nada y
cuando se quiso dar cuenta eran las doce menos cinco de la noche.
Todos estaban sus casas, asomados a los balcones como era
costumbre, pero Anselmo estaba dentro de la casa, lo más dentro posible. Los
del pueblo al ver que no salía al balcón se pusieron a gritarle y a increparle
y a decirle que había que respetar a la Muerte y que aunque no saliese al
balcón la Muerte lo encontraría igual.
Anselmo salió, horrorizado, y los del pueblo se calmaron.
Sonaron doce extrañas campanadas, y lo que tenían de extrañas era que no había
campanario alguno en aquel pueblo, ni aun iglesia.
La noche era más oscura que nunca, y sólo unas farolas,
disminuidas en su luz, alumbraban ligeramente la calle. Empezaron a oír
susurros, roces de pies muertos contra la calzada, cómo caían trozos de carne
de muertos antiguos, sonidos del masticar de gusanos comecarnes. Un olor
nauseabundo lo llenó todo.
Diez extraños zombies aparecieron de repente a la vista. Eran los
que producían el ruido, ya que la Muerte andaba entre ellos sigilosa y
tranquila. Llevaba un hábito negro, hecho con carne y piel de muertos, seca y
nauseabunda. Llevaba puesta una capucha que no dejaba ver rostro alguno, con el
mango de madera. Los zombies eran por supuesto los muertos de años anteriores.
Estaban muy descarnados aunque la carne seca y pútrida todavía habitaba en
ellos, y a veces caían trozos de carne de sus cuerpos. La parte de la mandíbula
estaba totalmente descubierta de carne, dejando ver una sonrisa maligna y
espeluznante. La anterior tranquilidad de los del pueblo desapareció. Todos
estaban desesperados, gritaban y se retorcían, pero no se movían de donde
estaban. La Muerte se iba parando frente a los portales y miraba a los ojos a los
que en los balcones se encontraban. A todos les entraba esa mirada invisible
como el viento gélido que se deslizaba por las casas vacías y abiertas. Pero
tras un momento de vacilación la Muerte seguía su camino, acercándose al portal
de Anselmo, que era el último de todos. Esto hacía que tuviese esperanzas de
salvarse y esperaba que la Muerte, cada vez que se paraba, escogiera a ese al
que estaba mirando, pero la Muerte se acercaba cada vez más.
Anselmo, a medida que la Muerte se acercaba, se reía convulsivamente
y decía a gritos que la Muerte no escogería a alguien de su calidad personal y
sobre todo literaria. Pero la Muerte se acercaba, se paraba, miraba y se volvía
a acercar. Los que quedaban por detrás de ella lloraban y reían de alegría.
Anselmo reía de miedo.
La Muerte se acercó hasta el último piso antes del de Anselmo y
en la acera de enfrente. Anselmo reía y
decía:
-Él, es él, jaajaja,
eres tú, imbécil, ¿cómo esperas que me escoja a mí? No tengas esperanzas, ya
que eres el elegido, ¡jajajajajuaaaa! Muerte, ¡vamos, díselo! Dile a esa sucia
rata que la escogerás a ella. ¡Dilo, vamos!
Anselmo reía y la Muerte seguía detenida en el penúltimo portal,
mirando a los ojos a su ocupante y Anselmo reía más.
-Anda, díselo!
¿Jaaajuajajajuaajajaaaajaargjaja!
La Muerte se estuvo quieta. Anselmo enseñaba al aire sus medio
caídos y negros dientes, en esa mueca pétrea y fatal. La Muerte se volvió y
Anselmo ya no rió.
-¡No, Muerte, no!, ¡te
has confundido, sin duda lo has hecho! ¡Vete, yo no soy el elegido, no puedo
serlo!
Pero la Muerte se quedó
mirándolo a los ojos. Se levantó flotando en el aire y se puso a la altura de
Anselmo, éste seguía sus súplicas, gritando desaforadamente, pero la Muerte no
vaciló. Levantó su Hoz y antes de dar el fatal golpe, Anselmo pudo ver su cara,
cara que sólo ven los que van a morir irremisiblemente, eso acabó con sus
pobres esperanzas al igual que el golpe de la Hoz acabó con su vida. Miró su
pecho, atravesado por el plateado filo, la Muerte le abrió las tripas,
despacio, de arriba hacia abajo, la sangre salía caliente y a chorros y
salpicaba todos los sitios, volviendo a la Muerte roja por un instante,
volviendo el ambiente rojo; gritaba desaforadamente y se volvía loco de dolor.
Sentía el chirrido de sus costillas al ser cortadas por la hoja de plata y
antes de morir tuvo una horrible visión:
"Agustín estaba allí sentado sobre una roca, congelado, sus
ojos fijos y su mirada ida, su boca tenía una gélida sonrisa, dejando sus
dientes al descubierto. Su sonrisa era congelada, pétrea. Tenía una mano en el
bigote. Estaba en paños menores. Sostenía con la otra mano y, apoyado contra el
cuerpo, un cuidadosamente doblado traje gris y un sombrero de copa negro. Había
muerto por no querer que su traje se le llenase del blanco de la nieve, por eso
se lo había quitado, no le gustaba el blanco".
Al día siguiente amaneció lloviendo y se produjo la tan esperada
fiesta.