sábado, 21 de diciembre de 2013

EL RELATO DE LA SEMANA
EL MUÑECO DE CHOCOLATE

(Basado en un cuento ilustrado que leí de niño)

Unos niños compraron una tarta de chocolate para celebrar un cumpleaños. Encima de la tarta, había un muñequito de chocolate con un aspecto muy simpático. Casi parecía vivo.
Los niños comenzaron la fiesta, comieron, tomaron refrescos y luego pasaron a la tarta.
Cuando se disponían a partir la tarta en ocho partes, el muñequito pegó un brinco.
-¡No!- dijo -No voy a permitir que me comáis.
Los niños se quedaron estupefactos por la sorpresa.
Luego reaccionaron.
-Muñequito de chocolate, no queremos hacerte nada. Quédate y juega con nosotros.
Pero el muñequito de chocolate no les hizo caso. Salió corriendo, y aunque algunos trataron de cerrarle el paso, no pudieron impedir que saliera por la ventana que daba al jardín.
Algunos niños lo siguieron por la misma ventana, otros por la puerta.
El muñequito de chocolate ya se perdía en la lejanía.
-No, no te vayas, no vamos a hacerte nada.
Pero el muñequito corría y corría mucho, cada vez les sacaba más ventaja.
-Sólo queremos ser tus amigos. Nunca conocimos a un niño de chocolate.- Gritó el que iba más cerca del muñequito.
Pero este no le hizo caso.
El muñequito se acercaba al río.
Al llegar a la orilla dudó un momento.
-No cruces el río, por favor.- Dijo el mismo niño que antes había hablado.
El muñequito de chocolate se volvió. Pareció dudar. Luego dijo.
-No, queréis engañarme, queréis comerme, lo sé. Voy a nadar y llegaré a la otra orilla.
-No lo hagas. Recuerda que eres de chocolate. Te derretirías.
El muñequito volvió a dudar.
-Queréis engañarme y no lo voy a permitir.
Y decididamente se lanzó al agua y se puso a nadar.
Nadaba con un gran estilo, a crol, y parecía que iba a conseguirlo. Los niños miraban expectantes reunidos a la orilla del río. Algunos señalaron a un puente que había más arriba. Corrieron hacia allí.
Desde el puente habían perdido el rastro del muñequito. Al llegar a la otra orilla miraron y miraron y no le vieron por ningún lado.
-¿Se habrá ahogado?
-Se habrá escapado para siempre.
Y se sintieron tristes y confundidos. Entonces uno miró al suelo y exclamó:
-¡Mirad!
Sobre la arena de la orilla, había una mancha con forma de niño. Era una gran mancha de chocolate.
-¡El muñequito de chocolate se ha derretido!- Dijeron todos a la vez, y a la vez comenzaron a llorar, desconsolados.
Y ya no pudieron pasárselo bien el resto del día, cuando volvieron entristecidos y cabizbajos a la fiesta de cumpleaños.

domingo, 1 de diciembre de 2013

EL RELATO DE LA SEMANA
LA NIEBLA

   Cuando Nieves despertó y miró a través de la ventana que daba al pequeño bosquecillo de abetos, pudo ver que el pueblo entero se hallaba cubierto por una ligera neblina.
   Los contornos de las cosas sólo se disolvían un poquito, y se tenía que mirar a bastantes metros de distancia para empezar a ver las cosas un tanto borrosas.
   Aquello solía suceder bastante a menudo en aquella zona de alta montaña, donde las casas de madera del pequeño pueblecito estaban convenientemente impermeabilizadas y así protegidas contra eventualidades como aquélla. Lo cierto era que aquel lugar siempre se encontraba húmedo, a veces incluso en pleno verano. Y no sólo la niebla venía a hacer más difícil y más fría la vida de aquel paraje. La lluvia no dejaba de aparecer y la nieve era tan frecuente como podía serlo la sequedad absoluta en un tórrido y arenoso desierto.

   Nieves se levantó de la gran cama con el sueño aún nublándole los ojos. Había pasado una noche inundada por el frío, a pesar de las numerosas mantas y sábanas con las que se envolvía en la cama. Se dirigió hacia la mesita donde estaba la palangana con el agua y el espejo en la pared. Miró el reflejo de su hermoso rostro soñoliento y después se lavó la cara con el agua de la palangana. ¡Qué fría estaba!, pensó, pero también era la mejor manera de espabilarse de golpe. Tenía que darse prisa e ir a buscar la leche fresca para el desayuno.
   Se quitó el pijama y se cambió de ropa interior rápidamente, movida por el frío que la obligaba a vestirse cuando antes. Se cubrió con el más grueso de sus jerseys y se colocó su anorak favorito.

   En la calle hacía un frío de mil demonios, aquel frío que siempre traían consigo las primeras luces de la mañana. Además estaba la niebla. Esperaba que al medio día se hubiese levantado, como siempre ocurría, pero hasta entonces se encargaría de envolverla con su fría humedad, que parecía traspasar cualquier tipo de prenda que llevase para protegerse.
   Debía bajar al pequeño valle donde estaban los establos de las vacas en los que compraba la leche. Aquélla era la vida del pequeño pueblo. Las vacas lecheras. En aquella zona más baja el clima era más soportable para el ganado vacuno, a parte de que existiese abundante hierba verde y fresca.
   Casi al final del pueblo estaba la casa de Lorenzo. En la puerta le esperaba el muchacho como cada mañana, desde que ella había relevado a su madre en aquella función. El muchacho llevaba dos recipientes para la leche. Tenía tres hermanos además de él. Necesitaban mayor cantidad que en la casa de Nieves, que sólo portaba un recipiente. Ella estaba sola, no tenía hermanos, sólo estaban sus padres y ella, y aunque esto le había hecho sentirse desgraciada cuando era más pequeña, ahora no le importaba en absoluto.
   -Hola, Nieves -fue el saludo del muchacho.
   -Hola, Loren -respondió.
   -Hoy tenemos otra vez niebla. -Miró a la bella joven de quince años mientras se ponían en camino.- Es un fastidio.
   -Sí -respondió con voz ausente, mientras miraba las formas ligeramente fundidas en lo blanco a su alrededor. -Sin embargo es misteriosa. De alguna forma encierra una belleza sobrenatural.
   Loren no dijo nada. Sabía que su amiga era melancólicamente romántica. Apreciaba una belleza especial en la naturaleza que él no llegaba a comprender. Bajaron por el húmedo sendero. La nieve se estaba derritiendo, pero aquel día las pocas plantas que crecían a aquella altura se encontraban heladas, blancas como los blancos fantasmas de los que habían estado vivos. El invierno se adentraba en la montaña, al igual que lo había hecho la niebla en aquella fría mañana.
   Los mugidos de las vacas y el olor a estiércol llenaban el aire helado en el interior de los establos. Nieves y Loren se dirigieron al señor Eusebio que ya estaba ordeñando. Aún sus padres no se habían levantado de la cama, lo harían más avanzado el día, cuando ellos volvieran con la leche para desayunar.
   Ver ordeñar a las vacas era casi un rito mágico para Nieves. Era algo que adoraba, pues adoraba la leche. En unos minutos el señor Eusebio extrajo el sabroso jugo, rebosante de nata, espeso y aromático. Nieves se relamía de gusto al pensar en el tazón caliente de leche que se tomaría después. Recogió el cántaro lleno de leche y esperó mientras el señor Eusebio llenaba el de Lorenzo.
   -Ya están llenos -Anunció el señor Eusebio con una sonrisa. Pagaron y cargaron con sus fardos dirigiéndose hacia la puerta del establo.
   Afuera la niebla se había espesado, sólo un poco, pero de forma apreciable. La humedad llenaba el ambiente hasta hacerse molesta.
   -Creo que hoy va a ser un día frío y desagradable. Quizá no podamos salir esta tarde a pasear por el bosque.
   -Saldremos -dijo Nieves.- Si persiste la niebla eso lo hará más emocionante. El bosque parecerá cargado de magia.
   -Magia blanca -dijo Loren sonriendo.- Y húmeda. Bueno, si el día sigue así y deseas salir yo iré contigo. Espero que me llames si así lo decides.- Loren no quería dejar pasar ninguna oportunidad de estar con la muchacha. Iría con ella aunque la incomodidad húmeda de la niebla estuviese en el ambiente.

   A la hora de comer, Nieves tomó un vaso de café con leche bien caliente. El frío seguía arreciando, colándose por las rendijas de puertas y ventanas, convirtiendo aquel día de invierno en uno de los más duros de aquel año.
   Las casas estaban hechas sobre una base de piedra, recubiertas luego por paneles de madera, por fuera y por dentro, de forma que la impermeabilidad y la protección contra el frío eran muy buenas. No obstante Nieves se sorprendió al comprobar que su jersey estaba húmedo. Después de acabarse el reconfortante café subió a su habitación y puso música en un pequeño cassette. Se tumbó sobre la cama para escuchar la música, pero antes conectó el pequeño brasero eléctrico que tenía para los días especialmente fríos. Normalmente utilizaban la chimenea del salón para calentarse, y así lo habían hecho también aquel día, pero difícilmente el fuego de la chimenea podía calentar una habitación del piso de arriba. Ya más reconfortada por el calor del aparato que colocó junto a ella se dedicó a deleitarse con la música. Era sábado, y hacia dos días que estaba allí, como todos los años por esas fechas, justo antes de navidad, ya que sus padres tenían vacaciones de invierno. No era normal, no demasiado al menos, que las nieblas de la mañana durasen más allá del mediodía. "Ésta es una niebla de mañana, sólo que ha traspasado su límite natural y aún dura y se espesa por la tarde. Es la Niebla, simplemente eso". A Nieves le gustaba concebir ideas extrañas, poéticas incluso, le gustaba ver la realidad a su manera particular. Al rato se levantó y avanzó hasta la ventana. Afuera la Niebla se había espesado. Permanecía quieta, densa, como si esperara algo, casi se podía notar su gélido y acuoso contacto. Nieves pudo sentir un fuerte escalofrío y cruzó los brazos sobre su pecho en un gesto de protección.

   -¿Está Loren? -Tenía frente a ella a la madre de Loren, que le había abierto la puerta. Antes de que la mujer pudiera contestar se oyó una voz en el interior de la casa: "¡Ahora salgo, Nieves, espera un minuto!".
   -¿Pensabais salir con este frío?. -Le dijo la madre de Loren.
   -Me gusta pasear entre la Niebla. -Respondió Nieves entusiasmada.- Iremos muy bien abrigados, no se preocupe.
   La madre de Loren no replicó. Conocía bastante bien las raras ideas que se metían en la bonita cabeza de Nieves.

   Cuando llegaron al bosquecillo que descendía por la montaña al otro lado del pueblo la Niebla se había espesado aún más. El frío también había aumentado de manera considerable. La Niebla, de una blancura infinita y casi cegadora, permanecía estancada, quieta, descendiendo sobre la montaña sobre la que se levantaba el pueblo, agarrándose allí a los árboles que se erguían como columnas hacia el cielo que dominaba la Niebla. Ahora no existía nada más allá. El límite del mundo por todos lados era Ella, era el blanquecino horizonte que les rodeaba.
   -Estás loca -dijo loren en un tono que no quería ser demasiado ofensivo. Contemplaba fascinado cómo la niebla se iba cerrando a su alrededor. Nieves le sonrió y le puso una mano en el hombro.
   -Pero es bella, ¿verdad? ¿No te parece que la Niebla hace que los paisajes cambien hasta un punto en que ya no podemos reconocerlos?. Se convierten en algo realmente fascinante. Como si se tratara de otro mundo. La Niebla transporta con ella su propio mundo.
   A Loren le gustó bastante el gesto de Nieves de agarrar su hombro. Decidió que si quería conquistar a la muchacha debía seguirle el juego, pero hacía tanto frío...
   -Puede que tengas razón -dijo Loren mientras bajaban despacio pisando sobre el húmedo suelo que ya empezaba a helarse- Pero es demasiado fría. Si nos perdiésemos podríamos morir congelados. Creo que es mejor contemplarla desde la ventana de casa, bien caliente y a gusto.
   Nieves no contestó enseguida, miraba hacia todas partes, veía cómo la Niebla se cerraba cada vez más. Ya sólo se podía ver bien a unos diez metros de distancia. A Nieves la fascinaba particularmente los inciertos bultos oscuros que eran los árboles detrás de la Niebla.
   -Pero su magia está aquí... está dentro de ella, está en el contacto directo con ella. -Nieves se detuvo una vez más fascinada por la blancura infinita. De súbito la Niebla pareció cernirse sobre ellos y el paisaje quedó completamente cerrado a su vista. Ahora sólo existía el blanco húmedo y esponjoso de la Niebla.
   -Regresemos. -Loren se había visto embargado por un súbito sentimiento de terror. -Si avanzamos más podríamos perdernos y la humedad y el frío son cada vez mayores.
   Nieves asintió aunque aún poseía aquella mirada impregnada de fascinación.
   Iniciaron lo que trataba de ser un rápido regreso ascendiendo por la ladera del monte. Delante de ellos jirones de Niebla se movían lentamente hacia varias direcciones movidos por un viento que a los chicos les parecía imperceptible. Los jirones parecían estar interpretando para ellos una mágica danza de la naturaleza, parecían seguirles y pasar de un lado a otro por delante de sus ojos.
   - Es como si estuviera viva... -Nieves habló en un tenso susurro. Aunque al principio Loren no la había entendido bien, enseguida se dio cuenta de lo que había dicho Nieves, el también lo sentía así. Entonces se percataron de que ya debían de haber llegado al pueblo. Realmente se habían alejado muy poco.
   -Hemos avanzado hacia arriba pero no en la dirección correcta. -Susurró Loren.- No lo entiendo, siempre había creído conocer bastante bien la zona, lo suficiente como para haber llegado al pueblo con los ojos cerrados.
   Ahora la Niebla era más espesa que nunca. Y el frío empezaba a embotar sus músculos. Sintió cómo el miedo se metía en su organismo en forma de humedad.
   -Ha sido Ella -Susurró Nieves con una voz que empezaba a temblar a causa del frío-. Ella... la Niebla... Sí, Ella hizo que nos perdiéramos.
   Y Loren comprendió que Nieves tenía razón. De alguna forma aquella Niebla se las había arreglado para desorientarles, no de la forma natural en que la niebla desorienta, aquello había sido diferente, como un acto deliberado. Entonces sintió que su miedo estaba fabricado de humedad, la humedad era el miedo y el miedo era humedad, y ambas empezaban a colarse dentro de su cuerpo, traspasando la piel y llegando a inundar las entrañas, los huesos, todo.
   -¡Si no encontramos enseguida el camino hacia el pueblo moriremos congelados!- Gritó Nieves. Su fascinación por la Niebla se había acrecentado hasta transformarse en terror.
   Los dos jóvenes se vieron arrastrándose por el terreno, tirando el uno del otro, dándose toda la prisa que podían mientras el frío y la blanca oscuridad se cerraban cada vez más a su alrededor. La Niebla parecía intentar aplastarles metiéndose en sus ropas y en sus cuerpos, como si quisiera alimentarlos con su propia esencia. Ahora estaban empapados, casi helados. El tiempo se acababa y el segundero del frío y la humedad corría cada vez más aprisa.
   -¡Dios mío, ya deberíamos haber llegado! -Loren se dio cuenta de lo cansado que estaba, de lo embotados que estaban sus músculos, se apercibió que su mente perdía claridad mientras observaba la claridad que le circundaba, que ahora era el universo entero. Sintió que sería mejor sentarse a descansar, echarse a dormir, dormir el sueño frío...
   -¡Loren, maldita sea, sigue caminando! -A Nieves apenas le quedaban fuerzas. Ya no veía nada excepto lo blanco. Intentaba tirar de Loren subiendo una empinada y resbaladiza cuesta que parecía un lugar completamente desconocido. Entonces los dos resbalaron chocando contra el tronco de un árbol, que sólo era una sombra insinuándose entre la Niebla. Nieves intentó levantarse, pero se dio cuenta de que era demasiado tarde. El proceso de congelación estaba comenzando, ya nada lo pararía.
   -Se acabó, Nieves. Quiero que sepas.. yo te quiero... yo...
   Ambos se abrazaron para morir unidos, pero había un abrazo que les abarcaba a ambos, el abrazo de la Niebla, el abrazo que se los llevaría a la eternidad.
   -¡Loren, Nieves! -El grito venía de cerca. Ambos levantaron la cabeza.
   -¡Es tu hermano Arturo! -Nieves trató de incorporarse sintiendo que renacía su esperanza. Loren apenas reaccionó.
   -¡Estamos aquí, aquí!
   -¡Ya voy, ahora mismo voy!
   Nieves observó cómo le tendían una mano desde la nada. Al momento tomó la mano y pudo observar el resto de la silueta de uno de los hermanos pequeños de Loren.
   -¡Ayúdame, Arturo, tu hermano se está congelando!
   Entre los dos y con grandes dificultades consiguieron levantar a Loren, que parecía desconectado del resto del universo. Subieron trabajosamente la pendiente, y entonces Nieves se dio cuenta de que estaban casi al lado de las primeras casas del pueblo, donde el terreno empezaba a descender. "Hubiéramos muerto a las puertas de la salvación". Pensó Nieves con un estremecimiento. Ahora que estaba otra vez en movimiento volvía a sentir la sangre corriendo veloz por sus venas, podía sentir cómo su cuerpo recuperaba parte del calor perdido. Pero el aspecto de Loren era mucho más preocupante. Vio que estaba blanco, mucho más pálido de lo que ella había visto en una persona viva. Su piel estaba helada como un témpano.
   -Loren, ya llegamos a casa. Enseguida estarás bien. -Arturo intentaba animarle. Había sido muy trabajoso arrastrarle hasta allí, incluso con la ayuda de Nieves, ahora el también notaba cómo su cuerpo empezaba a enfriarse demasiado. Era algo que nunca le había pasado antes, ni siquiera en los días más duros del invierno. Las ropas que llevaban los tres eran casi completamente aislantes. Pero el frío y la humedad se colaban a través de ellas. El agarrotamiento ya estaba acabando con su resistencia.
   -La tengo... dentro. -Loren susurró estas palabras desde unos labios amoratados de un color brillante chillón en comparación  con la palidez de su rostro.
   -¿Qué? ¿Qué di...? ¡Oh, mira, Arturo, ahí sale vuestra madre!

   Ya era de noche y Nieves estaba acurrucada en el sofá. Llevaba puesta una gruesa bata y se cubría con varias mantas. Había tomado un baño caliente y se encontraba mejor. Sin abandonar esas mantas se dirigió hacia una ventana y observó el exterior. La Niebla seguía allí, acompañaba a la noche, creaba halos ominosos alrededor de las farolas del pueblo. Seguía allí, llenando todo el espacio, no quería marcharse.
   -¿Por qué siempre se te ocurren esas ideas absurdas? ¡Salir al bosque con la niebla y el frío que hace!.
   -¿Qué? -Nieves se volvió.- ¡Oh!, sí mamá, tienes razón. Fue una idea estúpida.
   -Podrías haber cogido una pulmonía. Y quizá tu amigo Loren ya la haya cogido.
   -Lo sé, todo ha sido culpa mía... Voy a acostarme.

   Pasó frío en la cama. Soñó con el blanco envolvente de la Niebla, se arrebujó en sueños entre las sábanas, pero el frío seguía permanentemente con ella.

   Loren susurraba en su sueño. Temblaba y estaba blanco y frío. Su madre había tratado de abrigarle lo máximo posible, pero el frío no le había abandonado. En sus sueños corría entre la Niebla, corría desnudo exultante de júbilo. Ya no tenía frío, no lo tendría nunca.

   Nieves despertó envuelta en sudor. Todo estaba inundado por el sudor, todo estaba casi encharcado. No, ahora se dio cuenta, no era sudor, era la humedad, la humedad que se estaba colando dentro de su casa. Se levantó y fue hacia la ventana. La blancura hiriente del exterior le demostró que nada había cambiado. Ella seguía en el pueblo. Seguía allí en la mañana del domingo.
  Cuando bajó al salón se dio cuenta de que la humedad había inundado las paredes, toda la casa. El agua parecía a punto de rezumar de los paneles de madera con los que estaban recubiertos los muros. Trato de encender la chimenea pero los troncos estaban muy mojados.
   -Ya lo intenté antes. -Nieves se volvió y pudo ver a su madre cubierta de mantas.- Será mejor que hoy no vayas a por la leche, el tiempo es demasiado malo. -A Nieves le pareció que su madre temblaba demasiado, que estaba demasiado pálida.
   -No pensaba ir, mamá. Habrá que esperar a que se disipe la Niebla.
    
   Estuvo toda la mañana en casa, sólo al mediodía pensó que el invisible sol, allá en lo alto, había logrado calentar el ambiente lo suficiente para poder ir a ver a Loren.

   Esperó en la puerta sintiendo cómo la humedad trataba de profanar su cuerpo. Al fin la puerta se abrió. La madre de Loren la miró un momento con el ceño fruncido, pero al fin dijo:
   -Pasa, Nieves. Loren ha estado murmurando toda la mañana que quería verte.
   El muchacho se encontraba en la cama, en su habitación, tapado por tantas mantas que parecía encontrarse debajo de una montaña de algodón y lana.
   Cuando Nieves y la madre de Loren, entraron en la habitación, el muchacho murmuraba algo con insistencia. "Quiero ir... con Ella. Quiero verla otra vez. Quiero... quiero ir, ir... Ella".
   Nieves se acercó a la cama donde yacía su amigo y le acarició suavemente la cara. Se estremeció al sentir el hielo que era su piel.
   -Ya estoy aquí, Loren, he venido a verte.
   -¡Nieves! -El muchacho intentó incorporarse.- Nieves, tienes que decírselo. Tienen que dejarme ir con Ella, quiero... ir con Ella.
   Nieves levantó la mirada del lecho y se encontró con la de la madre de Loren, ninguna de las dos entendía nada.

   La casa de Nieves estaba cada vez más húmeda y su madre estaba aún más pálida. Su padre le había dicho que muchas otras personas empezaban a tener aquellos síntomas que parecían ser algo más que una simple pulmonía.

   Por la tarde volvió a verle. Se sorprendió porque esta vez Loren la esperaba levantado.
   -¡Hola, Nieves! -se levantó del sofá en el que su madre le obligaba a reposar envuelto en mantas y su tono fue casi jovial.
   -Loren, me alegro de que te encuentres mejor.- Sin embargo el corazón hizo varias piruetas en su interior. Loren seguía estando blanquecino, igual que al mediodía.
   -Sí, estoy mucho mejor, muchísimo. Ya no tengo frío, ¿sabes? -Se acercó a ella y le dio un beso en la cara. Su mejilla estaba helada.- En realidad te esperaba. Hoy sí que me apetece pasear entre la Niebla. ¿Te vienes? -Y antes de que nadie pudiera hacer nada Loren se había quitado las mantas de encima y corría hacia la puerta de entrada.- Ella me llama. Quiero formar parte de ella. -Dijo mientras habría la puerta y se perdía en el húmedo exterior.
   -¡Dios mío! -gritaron a la vez Nieves y toda la familia de Loren. Nieves y Arturo corrieron en pos del muchacho y también se perdieron en la blancura exterior.

   -No se ve nada, Arturo.
   -Y empiezo a agarrotarme de frío. Creo que voy a volver.
   -¡No! -Su voz sonó irritada.- Si no le cogemos morirá.
   -Lo sé, pero no sé a dónde puede haber ido. No se ve nada. Nunca lo encontraremos.
   Nieves había comenzado a pensar que quizá sería así cuando oyeron unos gritos de júbilo que venían de no muy lejos.
  -¡Ahora soy parte de Ti, ahora llevo tu esencia dentro, te tengo dentro!
  Nieves y Arturo reconocieron la voz de Loren y corrieron en esa dirección. En unos segundos le habían encontrado y Nieves no supo que pensar cuando vio que su amigo se estaba desnudando mientras gritaba al aire.
   -Hace un día estupendo -Les miró pero fue como si su presencia no contara. Arturo y Nieves lo agarraron por los brazos y comenzaron a tirar de él hacia la casa. No opuso resistencia, pero seguía gritando y tenía los ojos desorbitados. Nieves pudo notar el tacto gélido de su piel, pero notó algo más. La carne de Loren parecía reblandecida, era demasiado porosa y se contraía ante la presión de sus dedos. Sí, en verdad parecía eso, parecía una esponja llena de humedad, llena de la esencia de la Niebla.

   Por la noche incluso las paredes de la casa de Nieves estaban volviéndose esponjosas y blancas. El número de casos afectados por la rara enfermedad había aumentado mucho. Su madre seguía peor y ya se había acostado. Su padre empezaba a experimentar los primeros temblores. La Niebla seguía descansando sobre el pueblo. Y no sólo eso, empezaba a llenarlo, empezaba a estar en todas partes.
   Cuando Nieves se acostó le pareció que lo hacía sumergida en unas aguas del Polo Norte.
    
   Cuando abrió los ojos vio que la Niebla se había colado dentro de la casa. Se asustó mucho y se vistió con rapidez; bajó a la cocina para prepararse un café con leche bien caliente, con la leche que aún le sobraba. Oyó cómo la puerta de la calle se abría y se cerraba. Cuando fue al recibidor pudo ver a su madre que volvía de la calle. Iba sólo con el camisón de noche.
   -Hace un magnífico día fuera. -Dijo sonriendo con sus pálidos labios. Nieves sintió cómo algún resorte saltaba dentro de ella y subió a la habitación, se abrigó lo mejor que pudo antes de salir a la calle.

   "Duerme profundamente". Le informó la madre de Loren con un susurro casi histérico. "Pero quiero que veas algo". Fueron a la habitación del muchacho y Nieves se encontró con lo que parecía un cadáver en su lecho de muerte. Su madre le sacó un brazo de entre las sábanas pero Loren siguió durmiendo en lo que parecía un sueño plácido.
   -Y ahora mira.- Nieves pudo ver cómo apretaba aquel brazo y vio cómo éste se comprimía de forma antinatural y de él surgían gotas de agua.

   -Voy a bajar al pueblo del valle para buscar al médico. Al fin y al cabo yo fui quien hizo que enfermara obligándole a pasear entre la Niebla. -Sabía que aquello no era del todo cierto, pues había muchos otros en el pueblo enfermos de lo mismo que ni siquiera habían pisado la calle, como su madre.
   -Será muy peligroso. Debería ir tu padre.
   -No. -Nieves se fijó en las paredes que estaban húmedas y chorreaban.- De alguna forma me siento responsable de esto. Lo haré yo. -Y sin decir nada más cruzó el salón, abrió la puerta de la calle y se perdió en la nada blanca.

   Pensaba coger el caballo que tenía su padre en el establo. Los coches no eran útiles a esa altura, sólo se usaban para el viaje de ida y vuelta, ya que era necesario el uso de cadenas. Era un percherón robusto, no muy rápido pero capaz de atravesar toda clase de terrenos en las peores condiciones.
   Entró en el establo hasta el lugar donde se hallaba el caballo de su padre.
   -Hola, Viento- le susurró al animal acariciándole el morro.
   El establo estaba al lado de la lechería, un establo compartido, donde la gente de ciudad que tenía casa allí dejaba  a los animales al cuidado del señor Eusebio. Pudo ver que allí la humedad no había afectado para nada. La concentración de la Niebla era mucho menor en aquel terreno más bajo. La Niebla parecía "enganchada" a la cima de la montaña.

   Cuando hubo cabalgado menos de un kilómetro se dio cuenta de que la Niebla se acababa allí de una forma brusca. Entonces pudo ver el sol de la mañana, que acababa de salir de detrás de una montaña en el horizonte. Por fin empezó a sentir que la humedad se evaporaba de su cuerpo y comenzaba a entrar en calor.

   En el pueblo el doctor no estaba en ese momento. Se encontraba atendiendo a un enfermo y tardaría en volver. La asistenta del doctor la dejó que esperara en su casa. El médico tenía televisión. Arriba, en la montaña, nadie se había molestado en comprar ninguna. Ni siquiera habían construido antenas en las casas. La distracción de los programas logró mitigar en algo su nerviosismo.
   A las once de la mañana llegó el doctor.
   -Esta niña le ha estado esperando.- Le informó la asistenta.
   -¿Si?¿Y que te pasa?
   -No es a mí. Es en mi pueblo. Arriba. Hay Ne... niebla y mucha gente está empezando a enfermar de algo extraño.
   -¿Algo extraño? -La miró como sí empezara a dudar de ella.
   -Sí, bueno, creo que es pulmonía.- Se obligó a mentir. El médico ya lo vería por sí mismo.- Es grave, doctor, por favor. Hemos de darnos prisa.
    
   Subieron por el camino del pueblo en el utilitario del doctor, equipado con cadenas. El asfalto estaba en muy malas condiciones y así el coche tenía grandes dificultades para subir las cuestas heladas.
   Al final de una cuesta Nieves pudo ver que la Niebla se había disipado. No supo el porqué, pero aquello la alarmó en gran medida.
   -Dése prisa.- Instigó al médico.
   Pasaron por la zona de los establos de las vacas y los pocos caballos. El de Nieves se había quedado en el pueblo del valle, esperando a su posterior regreso. Entonces tomaron otra curva cerrada y al pasarla el médico paró su coche con un chirrido. Los ojos de Nieves parecieron querer salir de sus órbitas cuando pudo comprobar que el pueblo entero había desaparecido.
   Salió fuera del coche y corrió por donde antes habían estado las casa del pueblo. Nada. No había nada. No había nadie. Entonces comprendió en un destelló de terror supremo.
   La Niebla había desaparecido, sí, se había elevado en el cielo. Y se había llevado al pueblo con Ella. Ahora el pueblo entero, casas y gentes, formaban parte de la Niebla. Viajaría por los cielos hasta, quizá, algún día volver a posarse en un sitio recóndito del mundo.

domingo, 17 de noviembre de 2013

EL RELATO DE LA SEMANA

LA VISITA DE LA MUERTE

Era una larga calle. Se llamaba la calle de las ánimas. Había en ella diez portales. En cada portal vivía una familia. En aquel lugar la muerte tenía un poder de acción especial. Cada año, el tres de diciembre, iba a esa calle y se llevaba al cabeza de familia del portal donde se paraba.
     Llevaba diez años haciéndolo y ninguno fallaba.
     Quedaban sólo veinte portales donde viviese el cabeza de familia.
     Anselmo Villapalos Arias, un lugareño de Valladolid, se había trasladado a una casa vacía, que era la última de la calle y aun del pueblo (ya que el pueblo sólo estaba formado por esa calle), hacía sólo unos días.
     La casa la había dejado vacía la Muerte el año anterior.
     Anselmo tenía mujer y tres hijos (dos niñas y un niño, todos de corta edad) y era escéptico respecto a lo de la llegada de la Muerte. Decía por ejemplo:
-¡Ah, ignorantes pueblerinos, a estas alturas y aún creyendo en bobadas de este calibre. La Muerte no se le presenta a nadie un día determinado de cada año, entre otras razones porque la Muerte no existe como figura humana!- Esto exclamaba el buen Anselmo ante los demás hombres, cabezas de familia del pueblo que aún quedaban. Ellos le tenían por una especie de hereje. Alguien que se tomaba a la ligera algo tan serio. Pero era igual. A ellos sólo les interesaba saber cual sería el elegido ese año.

     A estas alturas los fríos se entraban ya por los recodos y espacios del pueblo, caían las primeras heladas y también pequeñas y premonitorias nevadas. Premonitorias de que se acercaba Diciembre.
     Por aquel tiempo a Anselmo le estaba cambiando la cara, ya no estaba alegre y despreocupado y se empezaba a preguntar el porqué de su traslado a ese maldito pueblo. En realidad la vida en su ciudad era mucho mejor que todo aquello. "Para buscar la tranquilidad", se había dicho, pero no podía creerlo ni él mismo. La verdad es que no sabía qué lo había traído precisamente a ese lugar. Él era escritor de novelas. Novelas realistas y en general bastante aburridas, pero la gente (los entendidos) decían que eran obras literarias de gran calidad. Obras literarias, ¡ja!, eso me suena a como si estuviesen construyendo una biblioteca o algo así. Pero en fin, su excusa (acababa de darse cuenta de que se había dado esa excusa a él mismo y no sabía el porqué ni el para qué) era que quería encontrar tranquilidad para escribir, cuando en Valladolid tenía toda la que necesitaba y aún más.

     Reflexionaba y trataba de convencerse de que todos sus temores eran tontos e infundados, y cuando casi se había convencido a sí mismo, caminando por la calle, veía lo vacía y sola, polvorienta y decrépita, que estaba una de las nueve casas que había abandonadas, pues al morir el cabeza de familia, ésta a su vez se marchaba de allí, y oía el frío y muerto aire del pueblo filtrarse por los rincones de la casa, penetrando por algún resquicio de una ventana o por debajo de la puerta, y producir un gélido gemido, y al mismo tiempo levantar el acumulado polvo de las casas viejas, pues daban esa impresión, y sacarlo fuera provocando unas ligeras nubecillas que a veces casi adquirían forma humana y recordaban a Anselmo que allí dentro había vivido una persona, que quizá no había creído que la Muerte vendría por él y sin embargo él ya no estaba en ese momento.

     Cuando esto pasaba, faltaban diez días para la entrada de Diciembre y aún Anselmo, aunque intranquilo, vivía feliz. Escribía a veces y otras se dedicaba a pasear por la calle de arriba abajo. El frío aumentaba y los días se acortaban, así como la esperanza de Anselmo, que no obstante trataba de parecer fuerte.
     Nevaba y había niebla, y cada vez más fuertes heladas, pero nunca llovía, nunca era agua líquida. Anselmo siguió escribiendo su novela, que iba a titular: "El desencanto del caballero de gris" y que parecía ser un "bodriazo" sobre la vida del siglo XVIII y XIX o algo por el estilo. A él le parecía un título brillante y, por qué no decirlo: pedante. Los habitantes del pueblo, de los que algunos valientes habían leído algunos de sus libros, pensaban que por el título bien podría volver a superarse Anselmo, en cuanto a escribir un libro más desesperadamente aburrido que los anteriores. Y el que Anselmo les leyese a veces algunos pasajes de su nuevo libro venía a confirmárselo.

     Anselmo les reunía a veces en la plaza, que en realidad no era plaza, sino el centro de la calle, formada por las dos hileras de casas blancas y grandes en que vivían y, a parte de contar cosas sobre su "obra literaria" les hablaba de que por qué le había dicho eso sobre la Muerte, de que por qué le querían asustar. Decía que si era una broma se lo dijesen, pero ellos, los veinte, movían la cabeza y se espantaban de que el no creyese en la Venida, que así era como llamaban al día en que la muerte venía para levarse a uno de ellos. Él se aterrorizaba y se desesperaba al oír aquella respuesta, y aún se aterrorizó más cuando con la noche más fría del año hasta entonces, entró Diciembre. Él pensaba las cosas para sus adentros, se había despreocupado de todo: de su aspecto, de su familia, de su NOVELA... Alguien tan erudito como él sólo podía despreocuparse de una novela empezada y además tan buena, si algo grave le pasaba.
     Los demás seguían oscuramente felices, más oscuramente que en fechas anteriores, pero al fin y al cabo felices. Ellos ya estaban acostumbrados a eso. Vivían allí desde siempre. Anselmo era el primero que había ido al pueblo a cubrir la baja de uno de los suyos, él era el único desde que todo comenzó.

     Anselmo había dejado su novela en este párrafo: <>. Aquí había abandonado Anselmo a su señorial Agustín y con él su libro.
     Lo del agua líquida le recordó lo que pasaba en el pueblo y no lo pudo soportar. Bien, este fragmento es todo un ejemplo de las "construcciones de bibliotecas" que escribía Anselmo. Nunca pensó en dedicarse a escribir libros de miedo porque, con su gran calidad literaria los haría tan reales que se cagaría de miedo él solo. Y en realidad lo que pasaba en aquel pueblo parecía una historia de miedo. Anselmo se preguntaba: "¿Por qué la gente de este pueblo dice eso de La Venida de la Muerte? ¿Querrán asustarme? ¿Será una pesada novatada o algo así? ¡Dios! ¿Y si es verdad, por qué no se van? ¿Qué les detiene aquí? Y lo más importante: ¿Qué me detiene a mí aquí? No, no puedo admitirlo, no, yo soy una persona seria e inteligente". Pero en aquel momento Anselmo no era nada serio. Tenía siempre una forzada risa callejera enseñando sus hasta entonces inmaculados dientes. Ahora tornaban amarillos y sus ojos se abultaban y dos bandas negras los adornaban más abajo en su cara. Se limpiaba los mocos con las mangas, no se cambiaba de ropa, no se lavaba ni se afeitaba. "¡Dios, con lo respetable que era!", decían algunos del pueblo. Y cuando le veían le recordaban la inminente venida de la Muerte, que escogería a uno de ellos. También le invitaron a la fiesta.
-¿Qué fiesta?- Dijo Anselmo.
-La que se hará después de La Venida de la Muerte. Celebraremos el que otro año más la Muerte no nos ha llevado, es una gran fiesta, ¿participarás?, claro, siempre que no seas tú el elegido. Hazme caso, Anselmo, es el día más feliz del año.- Esto lo dijo un tal Ramiro.
-Sí, iré, espero.- A Anselmo le parecía eso algo macabro, pero lo prefería a lo otro.

     La noche anterior a la Noche, Anselmo no podía resistirlo y preguntó a los del pueblo que por qué no se iban del pueblo, si es que sabían que la Muerte iba a venir por ellos. Ramiro respondió.
-¿Qué?, ¿irnos?, no digas bobadas, este es nuestro pueblo desde siempre, nuestra vida siempre se ha desarrollado aquí, aquí somos felices y el día tres es sólo un día más, siempre hemos vivido con ello.
-¿Siempre?, pensé que todo empezó hace diez años, alguien me lo contó.
¿Diez?, bien puede, pero yo no me refiero a ese tiempo, sino al Tiempo mismo. Además, fuera de este pueblo no hay nada, ¿no lo sabías?
-¿Nada?, entonces ¿de dónde vine yo?
-Supongo que de donde todos, antes de estar en esta vida, en el pueblo.
-¿De la ciudad dices?- Anselmo, aunque pronunció la palabra "ciudad", ésta ya no tenía significado para él. Apenas se acordaba de su vida anterior.
-Quizá se llame así la nada, pero no importa, no nos acordamos. Acuéstate y duerme tranquilo. Lo que sea será y creo que deberías arreglarte un poco, la Muerte merece respeto.
Todo esto confundió mucho a Anselmo, pero lo que más le aterrorizó fue que se dio cuenta de que sus preguntas eran inútiles, ya que él mismo ya no podía salir del pueblo, no sabía por qué, pero no podía.
     Intentó dormir, pero no pudo, tuvo horrendas ensoñaciones toda la noche y se dio cuenta de cuan al margen había dejado a su familia. Se prometió que de salir vivo de la noche siguiente volvería a tratar bien a su familia y a preocuparse de ellos.
     Por la mañana, no obstante, se arregló un poco, más por no caerle mal a la Muerte que por otra cosa, pero su aspecto ahora era más terrible y gélido. Su rostro estaba petrificado en ese gesto sonriente perpetuo, sus dientes (los que le quedaban), eran negros. Ese día lo pasaron todos preparando el pueblo para la Venida de la Muerte y para la posterior fiesta. El día pasó tan rápido que Anselmo no tuvo ocasión de pensar en nada y cuando se quiso dar cuenta eran las doce menos cinco de la noche.
     Todos estaban sus casas, asomados a los balcones como era costumbre, pero Anselmo estaba dentro de la casa, lo más dentro posible. Los del pueblo al ver que no salía al balcón se pusieron a gritarle y a increparle y a decirle que había que respetar a la Muerte y que aunque no saliese al balcón la Muerte lo encontraría igual.
     Anselmo salió, horrorizado, y los del pueblo se calmaron. Sonaron doce extrañas campanadas, y lo que tenían de extrañas era que no había campanario alguno en aquel pueblo, ni aun iglesia.
     La noche era más oscura que nunca, y sólo unas farolas, disminuidas en su luz, alumbraban ligeramente la calle. Empezaron a oír susurros, roces de pies muertos contra la calzada, cómo caían trozos de carne de muertos antiguos, sonidos del masticar de gusanos comecarnes. Un olor nauseabundo lo llenó todo.
     Diez extraños zombies aparecieron de repente a la vista. Eran los que producían el ruido, ya que la Muerte andaba entre ellos sigilosa y tranquila. Llevaba un hábito negro, hecho con carne y piel de muertos, seca y nauseabunda. Llevaba puesta una capucha que no dejaba ver rostro alguno, con el mango de madera. Los zombies eran por supuesto los muertos de años anteriores. Estaban muy descarnados aunque la carne seca y pútrida todavía habitaba en ellos, y a veces caían trozos de carne de sus cuerpos. La parte de la mandíbula estaba totalmente descubierta de carne, dejando ver una sonrisa maligna y espeluznante. La anterior tranquilidad de los del pueblo desapareció. Todos estaban desesperados, gritaban y se retorcían, pero no se movían de donde estaban. La Muerte se iba parando frente a los portales y miraba a los ojos a los que en los balcones se encontraban. A todos les entraba esa mirada invisible como el viento gélido que se deslizaba por las casas vacías y abiertas. Pero tras un momento de vacilación la Muerte seguía su camino, acercándose al portal de Anselmo, que era el último de todos. Esto hacía que tuviese esperanzas de salvarse y esperaba que la Muerte, cada vez que se paraba, escogiera a ese al que estaba mirando, pero la Muerte se acercaba cada vez más.
     Anselmo, a medida que la Muerte se acercaba, se reía convulsivamente y decía a gritos que la Muerte no escogería a alguien de su calidad personal y sobre todo literaria. Pero la Muerte se acercaba, se paraba, miraba y se volvía a acercar. Los que quedaban por detrás de ella lloraban y reían de alegría. Anselmo reía de miedo.
     La Muerte se acercó hasta el último piso antes del de Anselmo y en la  acera de enfrente. Anselmo reía y decía:
-Él, es él, jaajaja, eres tú, imbécil, ¿cómo esperas que me escoja a mí? No tengas esperanzas, ya que eres el elegido, ¡jajajajajuaaaa! Muerte, ¡vamos, díselo! Dile a esa sucia rata que la escogerás a ella. ¡Dilo, vamos!
     Anselmo reía y la Muerte seguía detenida en el penúltimo portal, mirando a los ojos a su ocupante y Anselmo reía más.
-Anda, díselo! ¿Jaaajuajajajuaajajaaaajaargjaja!
     La Muerte se estuvo quieta. Anselmo enseñaba al aire sus medio caídos y negros dientes, en esa mueca pétrea y fatal. La Muerte se volvió y Anselmo ya no rió.
-¡No, Muerte, no!, ¡te has confundido, sin duda lo has hecho! ¡Vete, yo no soy el elegido, no puedo serlo!
Pero la Muerte se quedó mirándolo a los ojos. Se levantó flotando en el aire y se puso a la altura de Anselmo, éste seguía sus súplicas, gritando desaforadamente, pero la Muerte no vaciló. Levantó su Hoz y antes de dar el fatal golpe, Anselmo pudo ver su cara, cara que sólo ven los que van a morir irremisiblemente, eso acabó con sus pobres esperanzas al igual que el golpe de la Hoz acabó con su vida. Miró su pecho, atravesado por el plateado filo, la Muerte le abrió las tripas, despacio, de arriba hacia abajo, la sangre salía caliente y a chorros y salpicaba todos los sitios, volviendo a la Muerte roja por un instante, volviendo el ambiente rojo; gritaba desaforadamente y se volvía loco de dolor. Sentía el chirrido de sus costillas al ser cortadas por la hoja de plata y antes de morir tuvo una horrible visión:
     "Agustín estaba allí sentado sobre una roca, congelado, sus ojos fijos y su mirada ida, su boca tenía una gélida sonrisa, dejando sus dientes al descubierto. Su sonrisa era congelada, pétrea. Tenía una mano en el bigote. Estaba en paños menores. Sostenía con la otra mano y, apoyado contra el cuerpo, un cuidadosamente doblado traje gris y un sombrero de copa negro. Había muerto por no querer que su traje se le llenase del blanco de la nieve, por eso se lo había quitado, no le gustaba el blanco".

     Al día siguiente amaneció lloviendo y se produjo la tan esperada fiesta.

domingo, 20 de octubre de 2013

EL RELATO DE LA SEMANA
TROFEOS

Se conocieron en Internet. En un chat. No eran personas solitarias, pero buscaban a alguien más, alguien que pudiera acabar de llenar sus vidas. Ella era estudiante de filología inglesa. Él era informático. Les encantaba la música, el cine, leer, salir de marcha. Encontraban siempre temas inagotables de conversación. Se pasaban noches enteras hablando, a través de sus teclados, imaginando como sería el otro. Pronto dejaron de imaginarlo, se mandaron fotos, incluso usaron un servicio de mensajerías instantánea para hablar por voz. A él, Germán, le encantaba la voz de ella, Alicia. A ella le hacían gracia sus bromas.

Sin darse cuenta, en noches interminables, compartidas en la distancia, empezaron a sentir algo el uno por el otro.

-Me gustaría conocerte en persona, Germán. -Le dijo ella una noche. -Lo he estado pensando y creo que necesito conocerte.
Germán al otro lado lo sopesó un momento. No, aún era demasiado pronto.
-Necesito tiempo para pensarlo, Alicia, temo decepcionarte en persona.
-No me decepcionarás- Escribió ella.
-No estoy seguro. Siento algo por ti, pero necesito tiempo para pensarlo, Alicia. Compréndelo.
-Está bien. No insistiré.

Pasaron varios meses más. Y en el transcurso del tiempo hubo algunas crisis. Alicia empezó a pensar que no era tan buena idea llegar a conocerse en persona.
-Quizá tenías razón. Quizá esto es un espejismo, y si nos conocemos se romperá el hechizo.
Germán había empezado a cambiar de opinión.
-No lo sé, Alicia, nos tenemos demasiado cariño como para que esto se quede sólo en una relación a través de la red. Además, los dos vivimos en Madrid.
Un par de semanas después decidieron quedar.

Alicia era rubia y sonriente. Muy guapa. Delicada, pero fuerte. Como en las fotos. Germán era alto, robusto y moreno. Su mirada era oscura como la noche. Se gustaron al primer vistazo.

Estuvieron en un lugar tranquilo, tomando copas. Se contaron infinidad de cosas. Alicia quería ser profesora de Inglés. Le encantaba la enseñanza. Germán deseaba trabajar para una gran empresa del sector informático. Le apasionaba programar. Crear nuevas cosas.

A los dos les gustaba el arte. Tenían una especial sensibilidad.

-Hay una afición de la que no te había hablado nunca. -Dijo Germán. -¿Quieres venir a mi casa y te la enseño?
-¿Qué es?.
-Sorpresa. Si quieres saberlo, ven.

Ella no lo pensó y aceptó. Luego se sorprendió de haber sido tan impulsiva. No solía serlo. Al menos con otros chicos. Pero con Germán sentía algo diferente. Él era realmente la persona más especial que había conocido nunca.

El piso de Germán era pequeño y oscuro. Pero acogedor. Aunque a Alicia no acababan de gustarle todos aquellos trofeos. O lo que fueran.
-No son exactamente trofeos. No los he cazado yo. Soy taxidermista por afición. Ya sé que es una afición extraña. Mucha gente me rechaza por esto. Pero no son más que animales disecados. Muchos los he disecado yo mismo.

Alicia trató de sonreír. Había jabalíes de grandes colmillos, alces, un reno, varios monos pequeños y algunos animales exóticos. Pero lo que más le impresionó fue el chimpancé adulto que estaba disecado en un rincón. Sostenía un hueso, como en aquella película, 2001, y casi parecía el eslabón perdido. Daba la impresión de estar vivo, y a Alicia le pareció que tenía mucho de humano...
-¿No te da pena, todos estos animales muertos?
-Bueno, algunos son cazados, otros estaban enfermos. Yo no he matado ninguno. Sólo los conservo tal y como estaban. Nunca he hecho daño a un animal.

Ella lo pensó un momento. Germán era un chico increíble. Y aunque tuviera aquella rara afición, no iba a renunciar a él.

-Bueno, no voy a decir que me gusta tu afición, pero tampoco me importa.
-Gracias, Alicia.

Una hora después se abrazaban y jadeaban en la cama de Germán. Él la embestía con fuerza, la volvía loca con cada acometida. Los dos chillaban y gruñían, y al mirar hacia arriba Alicia vio la cabeza de jabalí colgada en la pared. El jabalí tenía la boca abierta y era de su boca de donde ahora parecían provenir aquellos sonidos salvajes.

Seguían hablando por Internet. Pero solían quedar casi todos los días. Iban al cine. A museos. A bailar. Salían mucho a pasear, cogidos de la mano, como esos amantes de las novelas románticas. Alicia sentía que le quería de verdad y Germán la miraba con un deseo infinito.

Los dos se sentían felices y completamente llenos.

Finalmente Alicia se había acostumbrado al piso de Germán y a sus animales disecados. Seguían sin gustarle, pero no les prestaba atención. Iban allí a hacer el amor, porque Alicia vivía con sus padres.

Un día Germán le propuso a Alicia que pasaran el fin de semana juntos.

-Tengo una pequeña casa en la sierra. Alejada de la civilización. A varios kilómetros del pueblo más cercano. Es super tranquilo y muy bonito. El paisaje es increíble. ¿Te gustaría venir?
-Me encantaría. Amor.

La noche antes del viaje, Alicia salió de su casa y cogió un taxi. El taxi la dejó cerca del apartamento de Germán. Llevaba un bolsa y dentro un paquete de tamaño medio. Algo duro y consistente iba en su interior. Fue hasta el coche de Germán, abrió el maletero y metió el paquete, ocultándolo entre las mochilas y el equipaje que habían preparado la tarde anterior. Ella tenía un juego de llaves de la casa y del coche de Germán. Él así lo había querido. Quería compartir sus cosas con ella. Cuando terminó, Alicia sonrió. Mientras buscaba otro taxi pensó en que ese fin de semana, Germán tendría una bonita sorpresa.

La casa estaba al pie de una alta montaña, orlada por las nubes. Por todos lados olía a naturaleza. Era maravilloso.

Se dedicaron a deshacer el equipaje. Alicia se ocupó de que Germán no viera el paquete. Lo guardó en un cuarto donde había herramientas. Él no se había dado cuenta de nada.

Ya atardecía cuando prepararon una suculenta cena. Abrieron una botella de un vino muy bueno. Germán tenía chimenea en la casa, la encendieron y se sentaron a su lado en una manta. Alicia se dio cuenta entonces de que en aquella casa no había trofeos. No había animales disecados. Iba a comentárselo a Germán. Pero este la besó. Se abrazaron como dos fuerzas de la naturaleza, libres y salvajes. Se envolvieron mutuamente como las nubes a la montaña. Se amaron y se lo dieron todo, junto al fuego chisporroteante.

-Tengo una sorpresa para ti, Germán. -Dijo ella, aún desnuda. Hizo ademán de levantarse, pero Germán no la dejó.
-Espera. Antes tengo que enseñarte algo. Habrás visto que aquí no tengo ningún animal disecado, ¿verdad? Los tengo todos en una sala especial. Me gustaría que los vieras.
Ella hizo fuerza y se soltó.
-No. Mi sorpresa va antes, guapo.

Se escapó de las garras de Germán y corrió hacia la sala donde había guardado su sorpresa. Cogió el paquete, lo desenvolvió y después escondió el contenido a su espalda.

Desnuda, con las manos a la espalda, avanzó hacia su amante, que la esperaba, confiado, aún tumbado sobre la manta.

Ella se situó sobre él, con una pierna a cada lado de su torso. Sonreía.
-¿Qué llevas ahí?
-Cariño. Te vas a llevar la sorpresa más grande de tu vida, ja ja ja.
Él la miró extrañado. Entonces un extraño objeto apareció ante su vista. Alicia lo empuñó hacia su cara.
-Ahhhhhhhhhh.
-Ja ja ja. Te he asustado, ¿eh? ¿Y tú eras al que le gustaban los animales disecados?
Alicia sostenía en la mano un extraño pájaro disecado, que ahora estaba frente a los ojos de Germán.
-Me han dicho que es un ejemplar muy raro. ¿Te gusta?
-Claro que sí, amor. Ven aquí.

Ella dejó el pájaro sobre la mesa. Se besaron otra vez tumbados en la manta. Ella quería hacer el amor.
-No, cariño. Ven a mi sala de trofeos. Lo haremos allí.

Los dos desnudos, avanzaron hacia una puerta que daba a unas angostas escaleras. Bajaron a un húmedo sótano en penumbra.
Ella entró primero, él se quedó detrás. Cuando se empezó a acostumbrar a la oscuridad, a Alicia le pareció ver una fila de maniquíes. Había unos ocho. Entonces Germán encendió la luz.

Alicia vio efectivamente ocho maniquíes, alineados junto a la pared. Le llamó la atención que el último de los maniquíes no tuviera cabeza. Los otros parecían representar a mujeres, y al contrario de lo que solía suceder, tenían largas cabelleras. Pero estaban desnudos. Sólo eran figuras hechas con algún tipo de plástico. Seres inertes. Ella se volvió hacia Germán.
-¿Qué es esto?
Germán sonreía. Y ella pudo constatar que volvía a estar muy excitado. Se apoyaba en una mesita en la que había un cajón. A lo largo de la habitación había varias mesas metálicas y armarios de herramientas.
-Acércate más, cariño, para que puedas contemplar mejor mis trofeos.

Alicia estaba extrañada, debía de ser algún morboso juego de Germán. Se sintió especialmente excitada mientras se acercaba a los maniquíes.

Al principio no lo notó. Pero había algo extraño en los muñecos. Ese pelo... Parecía real. Pero bueno, muchas veces vendían pelucas hechas de pelo de verdad.
No fue hasta que se acercó más hasta uno de los "trofeos" cuando se dio cuenta de lo que pasaba. Miró la cabeza femenina del muñeco. La expresión de sus ojos, la forma sutil en que se abrían sus labios. ¡Aquellas cabezas eran reales!
Se volvió hacia Germán balbuceando. Pero Germán se le había acercado por detrás. Llevaba una jeringuilla hipodérmica. Y se la clavó en las nalgas.
-Cariño, ¿te han gustado? Esas cabezas son una obra de arte de la taxidermia. Estos son mis verdaderos trofeos. Ahora tú vas a ser parte de la colección...

Antes de desvanecerse, Alicia fijó su vista en el maniquí sin cabeza. Sus ojos se salieron de las órbitas por el horror.

A la mañana siguiente, luego de una noche de duro trabajo, Germán se acercó al maniquí sin cabeza. Llevaba la cabeza de Alicia cogida por el pelo. Con ella había realizado su mejor obra. Clavó en el maniquí una punta de flecha de doble punta, sobre el cuello. Después insertó allí la cabeza hasta que quedó bien sujeta.

Germán se alejó un poco para contemplar el efecto.

-Oh, Alicia. Eres preciosa. Y ahora lo serás para siempre. Lo supe desde que me mandaste la primera foto. Eres mi mejor obra de arte, mi mejor trofeo...

domingo, 22 de septiembre de 2013

EL RELATO DE LA SEMANA
FUTURIBLE IMPROBABLE

Es espeluznante pisar un lugar en el que todavía no existes. Respirar un aire que nunca ha rodeado tu cuerpo, pisar un suelo que aun no ha experimentado tu peso. Y sin embargo estoy aquí, en un tiempo en el que todavía soy un futurible improbable, donde millones de pequeñas cosas podrán quizá desembocar en mi no existencia.
            Sin embargo el lugar no me es del todo desconocido. Aunque proyectado hacia el oscuro pasado anterior a mi concepción, estoy en el barrio en que pasé mi niñez.
            La mañana es fría, y yo soy un ser extraño, postizo, habitando un tiempo en el que nunca me correspondió vivir.
            El pasado anterior a la propia existencia tiene algo de génesis bíblica personal, de espacio turbio en formación que se nos aparece mucho más nebuloso que los tiempos remotos históricos.
            Pero estoy aquí porque necesito encontrar a alguien.

En mi tiempo real yo había destacado siempre por mi gran valía e inteligencia. Había estudiado física teórica e ingeniería técnica.
            Sin embargo muchos dicen que llegué tan alto gracias al apoyo de uno de mis profesores: Carlos Fundillo. Él iluminó mi mente, lo reconozco, y ha sido mi amigo y colaborador todos estos años, es cierto (es subdirector de mi empresa). Pero yo enfoco la circunstancia desde otro punto de vista: él jamás habría llegado tan alto sin mi genio.

            Además, yo soy el único responsable del proyecto secreto que me ha llevado a esta situación. La máquina de Desenfoque Cuántico.

            He visto acontecimientos pasados y futuros. Y finalmente he provocado mi traslado físico a una época en la que aún falta un año para mi concepción. He elegido este momento porque me da pavor poder encontrarme con el niño que fui. Al fin y al cabo mirar mi futuro próximo me ha llevado hasta este pasado.

El barrio está un poco cambiado, según mis recuerdos de infancia. La fuente que había en frente de mi casa, la de los peces que echaban agua por la boca, aún no existe, y en su lugar hay una estatua de un antiguo general, medio derruida y llena de moho. Hay otros cientos de pequeños detalles: los nombres de las tiendas, la falta de algunos árboles o el añadido de otros. El sabor a nuevo del barrio, recién creado por aquella época, que yo nunca llegué a apreciar en mi paladar ni en mis ojos.

Pero el colegio, como yo ya sé, existe, porque ha sido levantado el año anterior a mi llegada aquí. Y sé, por que él siempre me repetía la anécdota, que en ese edificio arquitectónicamente sin encanto y plenamente funcional, está la persona que busco. Es el mismo colegio al que yo iría años después, aunque yo lo conocí bastante más desmejorado, lleno de pintadas y desconchones. Ahora, como el resto del barrio, tiene el color de lo nuevo, el brillo de las primeras televisiones en color. Aquel primer tono tan fresco, de una realidad distinta y más completa, que diluía los grises para sustituirlos por colores vivos, era igual que el que tenía el barrio en aquel primer momento de su existencia. Algo más de un año antes de mi nacimiento. Y ahora yo sabía que uno de los capítulos cruciales de mi muerte se jugaría en aquel lugar que yo habitaría unos años después que él.

A Carlos Fundillo lo conocí en la universidad, como profesor. No mantuve con él más que la típica relación entre profesor alumno, en este caso especialmente fría, porque resultó ser un hueso que me costó varios años de carrera superar.
            Desde un principio, pareció querer ensañarse conmigo, y me exigía más que a los demás, por lo que llegué a odiarle de una forma primaria y absoluta.
Si mi carácter hubiera sido otro, habría hecho que alguien le diera un buen susto. Pero yo nunca destaqué por ser violento. Además, con el paso de los años pude conocer mejor al buen profesor y descubrí que su motivación no había sido el ensañamiento, sino la admiración, y quizá algo de envidia. Sabía que yo era diferente, y había tratado por todos los medios de sacar todo lo que yo tenía dentro. Por último, lo había logrado, y justo en ese instante, al doctorarme (él fue quien dirigió mi tesis), comenzamos una larga relación de amistad y trabajo que aún dura.

Juntos montamos una empresa, de la que yo soy cabeza y él segundo. Juntos creamos adelantos teóricos y sobre todo tecnológicos, que nos han convertido en una de las empresas más rentables del sector.

Pero yo sabía que en el fondo estaba desperdiciando mi genio. Cedí la mayor parte de mis responsabilidades a Fundillo y yo me encerré en mi laboratorio para llevar a cabo el más ambicioso de mis proyectos. Algo que debía hacer yo solo, que nunca debía compartir con nadie, porque estaba seguro que solo mi genio en estado puro, sin interferencias externas, lograría alcanzar el objetivo final.

La otra noche, justo antes de que terminara mi Desenfocador Cuántico, estuvimos cenando en mi chalet, y luego en el jardín de la piscina, con nuestras respectivas mujeres dándose un baño nocturno, tomábamos unas copas y recordábamos tiempos pasados.
-Fuiste un alumno problemático. Carecías de disciplina, y yo tuve que luchar con aquel jovencito tozudo para convertirte en lo que eres hoy.
Yo sonreí irónicamente ante las palabras de Carlos Fundillo. Di un leve trago a mi bebida helada y luego le miré fijamente.
-Lamento que en eso no estemos de acuerdo. Sabes que pienso que el genio acaba por surgir. Mira Einstein. Era un malísimo alumno. La disciplina solo hubiera conseguido matar su creación.
-Te equivocas, amigo .- Sonrió a su vez Carlos . – Simplemente sucedió que el padre de la Relatividad encontró un modo diferente de disciplina, para la que creo que tú nunca hubieras estado dotado. Él era un perfecto autodidacta. Tú no.
No quise contradecir a mi amigo y dejé que el resto de la velada transcurriera plácidamente.

Entonces, como digo, terminé mi proyecto. El Desenfocador tenía la particularidad de cambiar la inercia cuántica, de modo que podía lanzarme hacia el pasado o hacia el futuro. Al principio solo podía ver lo pasado o lo futuro, como si me llegara una nueva programación de la televisión por cable. Pero después mejoré la máquina para que me permitiera viajar físicamente.

Y ahora estoy aquí. Consultando mi reloj, mientras camino hacia el colegio donde estudié, hace ya tantos años y que sin embargo todavía no me ha albergado en su interior vez alguna. Ya falta poco para que terminen las clases. Tanteo dentro del bolsillo para comprobar que el hilo de acero está en su sitio, que los guantes de cuero están ahí, que no se me olvidó la foto.

Me siento en un banco, en un parque frente al colegio que hace muchos años dejó de existir. Sé que aquí juegan muchos niños al salir del cole. Hay varios columpios cochambrosos, pero que a los niños les encantan. Dejo que el sol bañe mi cara, y mientras robo al tiempo esos rayos solares, me pongo parsimoniosamente los guantes de cuero.

Realmente él no tiene la culpa. Todo resultó ser un desgraciado accidente. Pero sé que también podría haber sido evitado si mi amigo hubiera sido prudente. En primer lugar, si me hubiera hecho caso y me hubiera dejado conducir a mí.

Dos días después de finalizar mi Desenfocador, tuve la infeliz idea de probar su funcionamiento observando mi propio futuro reciente. He de decir, que en el futuro no se puede saber exactamente en qué momento nos encontramos. He logrado cerrar el intervalo entre uno y tres meses, pero no se puede ser más preciso con algo que aún no ha sido esculpido en la argamasa del tiempo. Sin embargo, en el pasado es mucho más sencillo. Se puede elegir una fecha concreta con un error máximo de más menos 2 días. Digo esto por lo siguiente:
Mi Desenfocador estaba conectado a una gran pantalla de plasma de mi laboratorio secreto. Quería ver mi futuro un mes adelante, para comprobar el funcionamiento general del ingenio. Simplemente deseaba echar un vistazo y hacer unos ajustes. Así que programé un mes. Como he dicho, no puedo estar seguro de que lo que vi vaya a ocurrir justamente dentro de un mes. Puede ser uno o cuatro, pues el intervalo está en tres meses, como ya expliqué antes. Así que no puedo saber el momento exacto en que ocurrirá. Sólo sé que ocurrirá, y bastante pronto.

En la pantalla vi que una llamada de teléfono me sacaba de la ducha. Era Carlos, para decirme que teníamos una reunión de trabajo muy importante, aquella misma noche. Yo me negué en rotundo, no deseaba salir aquel día, y estimaba que él solo podía encargase del asunto. Pero Carlos insistió. Estaba convencido de que allí había un gran negocio en ciernes. Así que al final cedí.

Al anochecer su coche se acercó a la valla de mi casa. Yo había sacado mi propio coche del garaje, pero él insistió en que prefería conducir.

Debí haberme negado, pero no lo hice. (Y lo supe aún mientras lo veía en la pantalla). En la carretera me di cuenta de que Carlos iba demasiado deprisa, estaba bastante nervioso.

-Deberías ir un poco más despacio.
Él sólo me miraba y se limitaba a conducir cada vez internándonos más en la noche. Se suponía que la reunión era en una cuidad cercana, por lo que habíamos elegido el coche como medio de transporte más efectivo.
En un momento en el que pasábamos por una carretera desierta, Carlos me miró y me quedé helado.
-Sé lo que has hecho, mi buen alumno. Y sé que no pensabas contar conmigo.
Tardé un segundo en reaccionar.
-¿Qué dices?
-Sabes lo que digo.
Y entonces percibí el fuego en sus ojos. Y me di cuenta de que había estado bebiendo.
-Carlos, deberías parar.
Pero no paró. Simplemente estaba enfurecido conmigo. Sabía que no iba a hacerme ningún daño. Deseaba oír una explicación, sólo era eso. Pero yo no podía permitir que se saliera con la suya. No le daría ninguna explicación. Así no. Tendría que ser a mi manera, en mi terrero. Así se lo dije.
Carlos aceleraba cada vez más, imperceptiblemente.
-Yo he dado todo por ti, y al final me has dejado fuera del proyecto más importante de todos. Nunca creí que fueras capaz.
Ya no iba a negarle nada, pero tampoco a aclarar cosa alguna.
-Yo soy dueño de mi destino, Carlos, y lo conduzco por la carretera que a mí me interesa. Ahora para.
A pesar del tono imperativo de mi voz, Carlos Fundillo no hizo más que acelerar. Entonces perdí los nervios. Traté de tomar el control del volante, pero lo único que conseguí fue provocar el desastre.

El coche se precipitó por un barranco, y así fue cortado de raíz el sendero de mi futuro.

Me quedé blanco mientras observaba la pantalla. Pero aún me mostró un par de imágenes más. Mi triste funeral, menos concurrido de lo que yo esperaba, y la imagen de Fundillo recuperándose en el hospital. Fundillo recuperado y al frente de la empresa.

Me quedaban unos pocos meses de vida. Todo el esfuerzo que había hecho para lograr mi estatus social y científico se desperdiciaría. Estaba sentenciado.

O quizá no.

Mis estudios sobre el tiempo, que me habían dado la base teórica para dar cuerpo a mi máquina, me habían mostrado que el tiempo es una vara de acero difícil de torcer. Cuanto más importante y marcado era un hecho, más difícil era modificarlo en el curso del tiempo. Y la muerte era lo más definitivo de todo. Un pequeño cambio en las circunstancias no haría sino darle otra envoltura al hecho final: mi muerte.

Así que me daba cuenta de que no podía hacer nada por cambiar lo que se me avecinaba. La parca estaba tras mi rastro y no veía la forma de despistarla. Hasta que caí en la cuenta de que la teoría tenía otra parte, que la equilibraba como un columpio con dos pesos casi exactos.

Para modificar un hecho fuertemente marcado, había que hacer otra modificación fuerte. Entonces lo vi claro. (No quise considerar ni por un momento la otra opción, que enseguida aparté de mi mente). Sí, debía acabar con Fundillo. Él provocaba mi muerte, así que la suya debía ser la solución. Pero había dos problemas. Uno: si me cogían mi futuro alternativo tampoco era demasiado halagüeño. Dos: que no podía estar seguro de que la muerte no adoptara, al fin, otra forma, y me terminara encontrando en otro recodo del camino.

Así que pasé noches sin dormir meditando la cuestión. Hasta que di con la solución. Yo me había hecho a mí mismo, y se lo iba a demostrar al buen profesor.

El sol ha subido hasta ponerse justo encima de mí. Estoy preparado para hacerlo. La solución era clara. Lograr que la máquina me trasladara físicamente al pasado y arreglar aquí aquel pequeño asunto.

El lugar está vacío, excepto por un chico joven que come un bocadillo, justo al otro lado del parque, sentado en otro banco. No supone problema alguno.

Los niños empiezan a salir del colegio. Y yo comienzo a buscar entre los cientos de rostros alegres e inadvertidos de mi presencia.

El día siguiente al visionado de mi pronto futuro, había visitado a Fundillo y habíamos hablado largamente del pasado. Él me había contado muchas veces que habíamos ido al mismo colegio, que habíamos tenido profesores comunes, aún con diez años de diferencia. Él bromeaba diciendo que nuestra educación infantil impartida por algún profesor en concreto, nos había convertido, en dos momentos independientes, en lo que éramos ahora. Dos grandes gurús de la tecnología del siglo XXI. Al final capturé el corazón melancólico de Fundillo y me contó más cosas sobre su pasado. Y conseguí lo que había ido buscando. Que me enseñara sus fotos de niño. Yo nunca las había visto, y él se ofreció con gusto a mostrarme un completo álbum.

Elegí aquel momento como podía haber elegido algún otro. Pero aquella foto del niño rubio (aunque luego Fundillo echó un pelo castaño y vulgar), con el jersey a rayas y la sonrisa tan de anuncio de televisión, me llegó muy hondo. Le pregunté qué edad tenía:
-Diez años. Fue el año en que nos trasladamos hasta el barrio. Cuando empecé a ir a nuestro colegio. Fue uno de los mejores momentos de mi infancia, a pesar de que estuve escayolado tres meses. Hice varios amigos que aún conservo, con lo difícil que resulta conservar los amigos de tan tempranas épocas.
Yo simplemente asentí y me quedé con la imagen de esa foto. Y hice algo más, cuando él se retiró un momento al baño, saqué una mini cámara digital, y realicé una foto de la foto.

Y ahora tengo aquella foto en la mano. Y la miro con avidez a la vez que observo a los niños que se van acercando.

Cuando lo veo casi pego un respingo, y por un momento estoy a punto de esconderme, creyendo absurdamente que me va a reconocer.

En ese momento me levanto y me acerco al muchacho rubio. Le llamo por su nombre. El niño me escucha receloso, pero como le digo el nombre de su madre y el piso donde vive, acepta irse conmigo hacia su casa.
Ahora está lleno de pisos, pero aún en mi temprana infancia había un solar donde íbamos muchas veces a jugar. Seguramente, aquel niño rubio también juega en él muy a menudo, porque no se sorprende de que le haya llevado allí.

-¿Señor, es usted también amigo de papá?
-No, solo de mamá. Mamá me dijo que estaría aquí en unos minutos para que juguemos los tres.
-¡Estupendo! Me gusta jugar con mamá, a veces juega conmigo en el parque. ¿Se lo ha dicho?
-Vamos a jugar a la cuerda. – Digo mientras saco el cable de acero. El niño me mira muy serio, viendo como lo estiro con fuerza, como me lo enrollo en las manos. Le digo que para jugar tiene que darse le vuelta y taparse los ojos.

El niño rubio obedece y me preparo para hacerlo.

Pienso: Carlos Fundillo, por el poder que me concede el Desenfocador Cuántico, te condeno a morir asfixiado por los cargos de provocar mi muerte en un lejano futuro.

Paso el cable por el cuello del niño. Mientras aprieto y el niño sufre las sacudidas de la muerte, empiezo a decir su nombre en voz alta.
-Carlos Fundillo, te condeno a no haber existido jamás en mi vida. Carlos Fundillo, ya nadie dirá nunca que todo lo que tengo te lo debo a ti.

Lo último que miro antes del regreso es el cuerpo sin vida, tirado en mitad de aquel solar abandonado. El cuerpo retorcido, el pelo rubio manchado de barro. La inocencia socavada por la muerte.

En mi cuarto no se oyen ruidos. Me doy cuenta de que estoy de regreso. Ya lo he hecho. Sé, por mis propias teorías, que ahora este futuro al que he vuelto no es el mismo que abandoné, aunque espero que resulte muy parecido, porque siempre pensé que Fundillo no fue realmente determinante en mi existencia.

Cuando salgo de mi cuarto y veo a mi mujer, sé que todo ha salido como esperaba. Mi vida es lo que era, como yo pensaba. Pero entonces veo al otro hombre a la mesa, y cuando intento decirle a mi esposa qué significa todo esto, me doy cuenta de que ellos ni me ven ni me oyen.

Presa del pánico, vuelvo a mi habitación, y le pido un informe a mi máquina.

Lo que me dice la pantalla me estremece. “Técnicamente, ahora no existes”. Entonces trato de retroceder de nuevo, para arreglar la situación, ir allí y no acabar con Fundillo, pensar otra posible solución. O quizá pueda acabar con él y en la siguiente venida las cosas vuelvan a la normalidad. Tiene que ser un fallo de mi máquina, aunque pensé que todo estaba bien, pero debe haber pasado algo que  ha provocado un leve error que aún puedo reparar. Le pido a la máquina que me lleve otra vez a aquel lejano día en el que maté al niño que un día fue mi profesor Carlos Fundillo. Sin embargo la máquina no me obedece. En lugar de eso me ofrece unas imágenes del Fundillo niño que no acabo de entender. La máquina me aclara que es el futuro alternativo de no haber acabado con el niño Fundillo.

Veo al niño rubio y angelical jugando en los columpios. No hay ningún hombre esperándole con un cable de acero en el bolsillo. Solo hay un chico que se ha tomado la mañana libre y que come un bocadillo, en otro banco, cerca de donde había estado yo mismo esperando.

El niño Fundillo tiene un grave accidente, se cae de un columpio y se rompe una pierna. El muchacho joven suelta el bocadillo, coge al muchacho en brazos y lo lleva a una clínica cercana. El niño rubio chilla de dolor mientras el joven carga con él.

Al llegar a la clínica, les atiende una chica joven, enfermera recién licenciada, que hace pasar al niño a urgencias y que luego se queda hablando con el joven. Ese mismo fin de semana salen juntos y algo más de un año después se casan.

Y allí acaba todo. Vuelvo a salir al salón y chillo a mi mujer y al extraño, pero ninguno de los dos parecen oírme. ¿Qué tienen que ver una pierna rota y unos novios conmigo?

Pero entonces algo me hiela el alma. Y de pronto comprendo. Aquella bonita recién licenciada es la que luego sería mi madre. Aquel chico que comía un bocadillo y que había llevado a Fundillo a la clínica, es el que sería mi padre.

Yo he eliminado la causa de que se conocieran, he eliminado a Fundillo, que sin yo saberlo, además de hacer de mí un hombre brillante, había logrado sin proponérselo, más de treinta años antes, ser de alguna forma la causa primigenia de mi existencia.

Al condenar al Fundillo futuro a la no existencia, me he condenado a mí mismo a igual destino.

Cuando la máquina se queda sin baterías, me doy cuenta de que empiezo a desaparecer.

Ya no soy nadie, jamás he existido. Toda mi vida no es más que una pesada broma del tiempo. Fundillo se ha borrado de mi vida, jamás trabajamos juntos. Jamás existió nuestra relación. Mi vida jamás se cruzó con la de aquel niño asesinado en un descampado por un ser que ya no es. Aunque en realidad eso carece de sentido, porque yo nunca existí, no existo y nunca existiré. Ni existe ya ninguna máquina de Desenfoque Cuántico. (Ni aun ahora me atrevo a pensar que siempre supe la verdadera solución, volver unos meses en el pasado y destruir cualquier vestigio del Desenfocador Cuántico).

Y ahora me desvanezco como las brumas vaporosas del sueño al comenzar la vigilia.