domingo, 22 de septiembre de 2013

EL RELATO DE LA SEMANA
FUTURIBLE IMPROBABLE

Es espeluznante pisar un lugar en el que todavía no existes. Respirar un aire que nunca ha rodeado tu cuerpo, pisar un suelo que aun no ha experimentado tu peso. Y sin embargo estoy aquí, en un tiempo en el que todavía soy un futurible improbable, donde millones de pequeñas cosas podrán quizá desembocar en mi no existencia.
            Sin embargo el lugar no me es del todo desconocido. Aunque proyectado hacia el oscuro pasado anterior a mi concepción, estoy en el barrio en que pasé mi niñez.
            La mañana es fría, y yo soy un ser extraño, postizo, habitando un tiempo en el que nunca me correspondió vivir.
            El pasado anterior a la propia existencia tiene algo de génesis bíblica personal, de espacio turbio en formación que se nos aparece mucho más nebuloso que los tiempos remotos históricos.
            Pero estoy aquí porque necesito encontrar a alguien.

En mi tiempo real yo había destacado siempre por mi gran valía e inteligencia. Había estudiado física teórica e ingeniería técnica.
            Sin embargo muchos dicen que llegué tan alto gracias al apoyo de uno de mis profesores: Carlos Fundillo. Él iluminó mi mente, lo reconozco, y ha sido mi amigo y colaborador todos estos años, es cierto (es subdirector de mi empresa). Pero yo enfoco la circunstancia desde otro punto de vista: él jamás habría llegado tan alto sin mi genio.

            Además, yo soy el único responsable del proyecto secreto que me ha llevado a esta situación. La máquina de Desenfoque Cuántico.

            He visto acontecimientos pasados y futuros. Y finalmente he provocado mi traslado físico a una época en la que aún falta un año para mi concepción. He elegido este momento porque me da pavor poder encontrarme con el niño que fui. Al fin y al cabo mirar mi futuro próximo me ha llevado hasta este pasado.

El barrio está un poco cambiado, según mis recuerdos de infancia. La fuente que había en frente de mi casa, la de los peces que echaban agua por la boca, aún no existe, y en su lugar hay una estatua de un antiguo general, medio derruida y llena de moho. Hay otros cientos de pequeños detalles: los nombres de las tiendas, la falta de algunos árboles o el añadido de otros. El sabor a nuevo del barrio, recién creado por aquella época, que yo nunca llegué a apreciar en mi paladar ni en mis ojos.

Pero el colegio, como yo ya sé, existe, porque ha sido levantado el año anterior a mi llegada aquí. Y sé, por que él siempre me repetía la anécdota, que en ese edificio arquitectónicamente sin encanto y plenamente funcional, está la persona que busco. Es el mismo colegio al que yo iría años después, aunque yo lo conocí bastante más desmejorado, lleno de pintadas y desconchones. Ahora, como el resto del barrio, tiene el color de lo nuevo, el brillo de las primeras televisiones en color. Aquel primer tono tan fresco, de una realidad distinta y más completa, que diluía los grises para sustituirlos por colores vivos, era igual que el que tenía el barrio en aquel primer momento de su existencia. Algo más de un año antes de mi nacimiento. Y ahora yo sabía que uno de los capítulos cruciales de mi muerte se jugaría en aquel lugar que yo habitaría unos años después que él.

A Carlos Fundillo lo conocí en la universidad, como profesor. No mantuve con él más que la típica relación entre profesor alumno, en este caso especialmente fría, porque resultó ser un hueso que me costó varios años de carrera superar.
            Desde un principio, pareció querer ensañarse conmigo, y me exigía más que a los demás, por lo que llegué a odiarle de una forma primaria y absoluta.
Si mi carácter hubiera sido otro, habría hecho que alguien le diera un buen susto. Pero yo nunca destaqué por ser violento. Además, con el paso de los años pude conocer mejor al buen profesor y descubrí que su motivación no había sido el ensañamiento, sino la admiración, y quizá algo de envidia. Sabía que yo era diferente, y había tratado por todos los medios de sacar todo lo que yo tenía dentro. Por último, lo había logrado, y justo en ese instante, al doctorarme (él fue quien dirigió mi tesis), comenzamos una larga relación de amistad y trabajo que aún dura.

Juntos montamos una empresa, de la que yo soy cabeza y él segundo. Juntos creamos adelantos teóricos y sobre todo tecnológicos, que nos han convertido en una de las empresas más rentables del sector.

Pero yo sabía que en el fondo estaba desperdiciando mi genio. Cedí la mayor parte de mis responsabilidades a Fundillo y yo me encerré en mi laboratorio para llevar a cabo el más ambicioso de mis proyectos. Algo que debía hacer yo solo, que nunca debía compartir con nadie, porque estaba seguro que solo mi genio en estado puro, sin interferencias externas, lograría alcanzar el objetivo final.

La otra noche, justo antes de que terminara mi Desenfocador Cuántico, estuvimos cenando en mi chalet, y luego en el jardín de la piscina, con nuestras respectivas mujeres dándose un baño nocturno, tomábamos unas copas y recordábamos tiempos pasados.
-Fuiste un alumno problemático. Carecías de disciplina, y yo tuve que luchar con aquel jovencito tozudo para convertirte en lo que eres hoy.
Yo sonreí irónicamente ante las palabras de Carlos Fundillo. Di un leve trago a mi bebida helada y luego le miré fijamente.
-Lamento que en eso no estemos de acuerdo. Sabes que pienso que el genio acaba por surgir. Mira Einstein. Era un malísimo alumno. La disciplina solo hubiera conseguido matar su creación.
-Te equivocas, amigo .- Sonrió a su vez Carlos . – Simplemente sucedió que el padre de la Relatividad encontró un modo diferente de disciplina, para la que creo que tú nunca hubieras estado dotado. Él era un perfecto autodidacta. Tú no.
No quise contradecir a mi amigo y dejé que el resto de la velada transcurriera plácidamente.

Entonces, como digo, terminé mi proyecto. El Desenfocador tenía la particularidad de cambiar la inercia cuántica, de modo que podía lanzarme hacia el pasado o hacia el futuro. Al principio solo podía ver lo pasado o lo futuro, como si me llegara una nueva programación de la televisión por cable. Pero después mejoré la máquina para que me permitiera viajar físicamente.

Y ahora estoy aquí. Consultando mi reloj, mientras camino hacia el colegio donde estudié, hace ya tantos años y que sin embargo todavía no me ha albergado en su interior vez alguna. Ya falta poco para que terminen las clases. Tanteo dentro del bolsillo para comprobar que el hilo de acero está en su sitio, que los guantes de cuero están ahí, que no se me olvidó la foto.

Me siento en un banco, en un parque frente al colegio que hace muchos años dejó de existir. Sé que aquí juegan muchos niños al salir del cole. Hay varios columpios cochambrosos, pero que a los niños les encantan. Dejo que el sol bañe mi cara, y mientras robo al tiempo esos rayos solares, me pongo parsimoniosamente los guantes de cuero.

Realmente él no tiene la culpa. Todo resultó ser un desgraciado accidente. Pero sé que también podría haber sido evitado si mi amigo hubiera sido prudente. En primer lugar, si me hubiera hecho caso y me hubiera dejado conducir a mí.

Dos días después de finalizar mi Desenfocador, tuve la infeliz idea de probar su funcionamiento observando mi propio futuro reciente. He de decir, que en el futuro no se puede saber exactamente en qué momento nos encontramos. He logrado cerrar el intervalo entre uno y tres meses, pero no se puede ser más preciso con algo que aún no ha sido esculpido en la argamasa del tiempo. Sin embargo, en el pasado es mucho más sencillo. Se puede elegir una fecha concreta con un error máximo de más menos 2 días. Digo esto por lo siguiente:
Mi Desenfocador estaba conectado a una gran pantalla de plasma de mi laboratorio secreto. Quería ver mi futuro un mes adelante, para comprobar el funcionamiento general del ingenio. Simplemente deseaba echar un vistazo y hacer unos ajustes. Así que programé un mes. Como he dicho, no puedo estar seguro de que lo que vi vaya a ocurrir justamente dentro de un mes. Puede ser uno o cuatro, pues el intervalo está en tres meses, como ya expliqué antes. Así que no puedo saber el momento exacto en que ocurrirá. Sólo sé que ocurrirá, y bastante pronto.

En la pantalla vi que una llamada de teléfono me sacaba de la ducha. Era Carlos, para decirme que teníamos una reunión de trabajo muy importante, aquella misma noche. Yo me negué en rotundo, no deseaba salir aquel día, y estimaba que él solo podía encargase del asunto. Pero Carlos insistió. Estaba convencido de que allí había un gran negocio en ciernes. Así que al final cedí.

Al anochecer su coche se acercó a la valla de mi casa. Yo había sacado mi propio coche del garaje, pero él insistió en que prefería conducir.

Debí haberme negado, pero no lo hice. (Y lo supe aún mientras lo veía en la pantalla). En la carretera me di cuenta de que Carlos iba demasiado deprisa, estaba bastante nervioso.

-Deberías ir un poco más despacio.
Él sólo me miraba y se limitaba a conducir cada vez internándonos más en la noche. Se suponía que la reunión era en una cuidad cercana, por lo que habíamos elegido el coche como medio de transporte más efectivo.
En un momento en el que pasábamos por una carretera desierta, Carlos me miró y me quedé helado.
-Sé lo que has hecho, mi buen alumno. Y sé que no pensabas contar conmigo.
Tardé un segundo en reaccionar.
-¿Qué dices?
-Sabes lo que digo.
Y entonces percibí el fuego en sus ojos. Y me di cuenta de que había estado bebiendo.
-Carlos, deberías parar.
Pero no paró. Simplemente estaba enfurecido conmigo. Sabía que no iba a hacerme ningún daño. Deseaba oír una explicación, sólo era eso. Pero yo no podía permitir que se saliera con la suya. No le daría ninguna explicación. Así no. Tendría que ser a mi manera, en mi terrero. Así se lo dije.
Carlos aceleraba cada vez más, imperceptiblemente.
-Yo he dado todo por ti, y al final me has dejado fuera del proyecto más importante de todos. Nunca creí que fueras capaz.
Ya no iba a negarle nada, pero tampoco a aclarar cosa alguna.
-Yo soy dueño de mi destino, Carlos, y lo conduzco por la carretera que a mí me interesa. Ahora para.
A pesar del tono imperativo de mi voz, Carlos Fundillo no hizo más que acelerar. Entonces perdí los nervios. Traté de tomar el control del volante, pero lo único que conseguí fue provocar el desastre.

El coche se precipitó por un barranco, y así fue cortado de raíz el sendero de mi futuro.

Me quedé blanco mientras observaba la pantalla. Pero aún me mostró un par de imágenes más. Mi triste funeral, menos concurrido de lo que yo esperaba, y la imagen de Fundillo recuperándose en el hospital. Fundillo recuperado y al frente de la empresa.

Me quedaban unos pocos meses de vida. Todo el esfuerzo que había hecho para lograr mi estatus social y científico se desperdiciaría. Estaba sentenciado.

O quizá no.

Mis estudios sobre el tiempo, que me habían dado la base teórica para dar cuerpo a mi máquina, me habían mostrado que el tiempo es una vara de acero difícil de torcer. Cuanto más importante y marcado era un hecho, más difícil era modificarlo en el curso del tiempo. Y la muerte era lo más definitivo de todo. Un pequeño cambio en las circunstancias no haría sino darle otra envoltura al hecho final: mi muerte.

Así que me daba cuenta de que no podía hacer nada por cambiar lo que se me avecinaba. La parca estaba tras mi rastro y no veía la forma de despistarla. Hasta que caí en la cuenta de que la teoría tenía otra parte, que la equilibraba como un columpio con dos pesos casi exactos.

Para modificar un hecho fuertemente marcado, había que hacer otra modificación fuerte. Entonces lo vi claro. (No quise considerar ni por un momento la otra opción, que enseguida aparté de mi mente). Sí, debía acabar con Fundillo. Él provocaba mi muerte, así que la suya debía ser la solución. Pero había dos problemas. Uno: si me cogían mi futuro alternativo tampoco era demasiado halagüeño. Dos: que no podía estar seguro de que la muerte no adoptara, al fin, otra forma, y me terminara encontrando en otro recodo del camino.

Así que pasé noches sin dormir meditando la cuestión. Hasta que di con la solución. Yo me había hecho a mí mismo, y se lo iba a demostrar al buen profesor.

El sol ha subido hasta ponerse justo encima de mí. Estoy preparado para hacerlo. La solución era clara. Lograr que la máquina me trasladara físicamente al pasado y arreglar aquí aquel pequeño asunto.

El lugar está vacío, excepto por un chico joven que come un bocadillo, justo al otro lado del parque, sentado en otro banco. No supone problema alguno.

Los niños empiezan a salir del colegio. Y yo comienzo a buscar entre los cientos de rostros alegres e inadvertidos de mi presencia.

El día siguiente al visionado de mi pronto futuro, había visitado a Fundillo y habíamos hablado largamente del pasado. Él me había contado muchas veces que habíamos ido al mismo colegio, que habíamos tenido profesores comunes, aún con diez años de diferencia. Él bromeaba diciendo que nuestra educación infantil impartida por algún profesor en concreto, nos había convertido, en dos momentos independientes, en lo que éramos ahora. Dos grandes gurús de la tecnología del siglo XXI. Al final capturé el corazón melancólico de Fundillo y me contó más cosas sobre su pasado. Y conseguí lo que había ido buscando. Que me enseñara sus fotos de niño. Yo nunca las había visto, y él se ofreció con gusto a mostrarme un completo álbum.

Elegí aquel momento como podía haber elegido algún otro. Pero aquella foto del niño rubio (aunque luego Fundillo echó un pelo castaño y vulgar), con el jersey a rayas y la sonrisa tan de anuncio de televisión, me llegó muy hondo. Le pregunté qué edad tenía:
-Diez años. Fue el año en que nos trasladamos hasta el barrio. Cuando empecé a ir a nuestro colegio. Fue uno de los mejores momentos de mi infancia, a pesar de que estuve escayolado tres meses. Hice varios amigos que aún conservo, con lo difícil que resulta conservar los amigos de tan tempranas épocas.
Yo simplemente asentí y me quedé con la imagen de esa foto. Y hice algo más, cuando él se retiró un momento al baño, saqué una mini cámara digital, y realicé una foto de la foto.

Y ahora tengo aquella foto en la mano. Y la miro con avidez a la vez que observo a los niños que se van acercando.

Cuando lo veo casi pego un respingo, y por un momento estoy a punto de esconderme, creyendo absurdamente que me va a reconocer.

En ese momento me levanto y me acerco al muchacho rubio. Le llamo por su nombre. El niño me escucha receloso, pero como le digo el nombre de su madre y el piso donde vive, acepta irse conmigo hacia su casa.
Ahora está lleno de pisos, pero aún en mi temprana infancia había un solar donde íbamos muchas veces a jugar. Seguramente, aquel niño rubio también juega en él muy a menudo, porque no se sorprende de que le haya llevado allí.

-¿Señor, es usted también amigo de papá?
-No, solo de mamá. Mamá me dijo que estaría aquí en unos minutos para que juguemos los tres.
-¡Estupendo! Me gusta jugar con mamá, a veces juega conmigo en el parque. ¿Se lo ha dicho?
-Vamos a jugar a la cuerda. – Digo mientras saco el cable de acero. El niño me mira muy serio, viendo como lo estiro con fuerza, como me lo enrollo en las manos. Le digo que para jugar tiene que darse le vuelta y taparse los ojos.

El niño rubio obedece y me preparo para hacerlo.

Pienso: Carlos Fundillo, por el poder que me concede el Desenfocador Cuántico, te condeno a morir asfixiado por los cargos de provocar mi muerte en un lejano futuro.

Paso el cable por el cuello del niño. Mientras aprieto y el niño sufre las sacudidas de la muerte, empiezo a decir su nombre en voz alta.
-Carlos Fundillo, te condeno a no haber existido jamás en mi vida. Carlos Fundillo, ya nadie dirá nunca que todo lo que tengo te lo debo a ti.

Lo último que miro antes del regreso es el cuerpo sin vida, tirado en mitad de aquel solar abandonado. El cuerpo retorcido, el pelo rubio manchado de barro. La inocencia socavada por la muerte.

En mi cuarto no se oyen ruidos. Me doy cuenta de que estoy de regreso. Ya lo he hecho. Sé, por mis propias teorías, que ahora este futuro al que he vuelto no es el mismo que abandoné, aunque espero que resulte muy parecido, porque siempre pensé que Fundillo no fue realmente determinante en mi existencia.

Cuando salgo de mi cuarto y veo a mi mujer, sé que todo ha salido como esperaba. Mi vida es lo que era, como yo pensaba. Pero entonces veo al otro hombre a la mesa, y cuando intento decirle a mi esposa qué significa todo esto, me doy cuenta de que ellos ni me ven ni me oyen.

Presa del pánico, vuelvo a mi habitación, y le pido un informe a mi máquina.

Lo que me dice la pantalla me estremece. “Técnicamente, ahora no existes”. Entonces trato de retroceder de nuevo, para arreglar la situación, ir allí y no acabar con Fundillo, pensar otra posible solución. O quizá pueda acabar con él y en la siguiente venida las cosas vuelvan a la normalidad. Tiene que ser un fallo de mi máquina, aunque pensé que todo estaba bien, pero debe haber pasado algo que  ha provocado un leve error que aún puedo reparar. Le pido a la máquina que me lleve otra vez a aquel lejano día en el que maté al niño que un día fue mi profesor Carlos Fundillo. Sin embargo la máquina no me obedece. En lugar de eso me ofrece unas imágenes del Fundillo niño que no acabo de entender. La máquina me aclara que es el futuro alternativo de no haber acabado con el niño Fundillo.

Veo al niño rubio y angelical jugando en los columpios. No hay ningún hombre esperándole con un cable de acero en el bolsillo. Solo hay un chico que se ha tomado la mañana libre y que come un bocadillo, en otro banco, cerca de donde había estado yo mismo esperando.

El niño Fundillo tiene un grave accidente, se cae de un columpio y se rompe una pierna. El muchacho joven suelta el bocadillo, coge al muchacho en brazos y lo lleva a una clínica cercana. El niño rubio chilla de dolor mientras el joven carga con él.

Al llegar a la clínica, les atiende una chica joven, enfermera recién licenciada, que hace pasar al niño a urgencias y que luego se queda hablando con el joven. Ese mismo fin de semana salen juntos y algo más de un año después se casan.

Y allí acaba todo. Vuelvo a salir al salón y chillo a mi mujer y al extraño, pero ninguno de los dos parecen oírme. ¿Qué tienen que ver una pierna rota y unos novios conmigo?

Pero entonces algo me hiela el alma. Y de pronto comprendo. Aquella bonita recién licenciada es la que luego sería mi madre. Aquel chico que comía un bocadillo y que había llevado a Fundillo a la clínica, es el que sería mi padre.

Yo he eliminado la causa de que se conocieran, he eliminado a Fundillo, que sin yo saberlo, además de hacer de mí un hombre brillante, había logrado sin proponérselo, más de treinta años antes, ser de alguna forma la causa primigenia de mi existencia.

Al condenar al Fundillo futuro a la no existencia, me he condenado a mí mismo a igual destino.

Cuando la máquina se queda sin baterías, me doy cuenta de que empiezo a desaparecer.

Ya no soy nadie, jamás he existido. Toda mi vida no es más que una pesada broma del tiempo. Fundillo se ha borrado de mi vida, jamás trabajamos juntos. Jamás existió nuestra relación. Mi vida jamás se cruzó con la de aquel niño asesinado en un descampado por un ser que ya no es. Aunque en realidad eso carece de sentido, porque yo nunca existí, no existo y nunca existiré. Ni existe ya ninguna máquina de Desenfoque Cuántico. (Ni aun ahora me atrevo a pensar que siempre supe la verdadera solución, volver unos meses en el pasado y destruir cualquier vestigio del Desenfocador Cuántico).

Y ahora me desvanezco como las brumas vaporosas del sueño al comenzar la vigilia.


No hay comentarios:

Publicar un comentario