EL RELATO DE LA SEMANA
FUTURIBLE IMPROBABLE
Es espeluznante pisar un lugar en el que todavía no
existes. Respirar un aire que nunca ha rodeado tu cuerpo, pisar un suelo que
aun no ha experimentado tu peso. Y sin embargo estoy aquí, en un tiempo en el
que todavía soy un futurible improbable, donde millones de pequeñas cosas
podrán quizá desembocar en mi no existencia.
Sin
embargo el lugar no me es del todo desconocido. Aunque proyectado hacia el
oscuro pasado anterior a mi concepción, estoy en el barrio en que pasé mi
niñez.
La
mañana es fría, y yo soy un ser extraño, postizo, habitando un tiempo en el que
nunca me correspondió vivir.
El
pasado anterior a la propia existencia tiene algo de génesis bíblica personal,
de espacio turbio en formación que se nos aparece mucho más nebuloso que los
tiempos remotos históricos.
Pero
estoy aquí porque necesito encontrar a alguien.
En mi tiempo real yo había destacado siempre por mi
gran valía e inteligencia. Había estudiado física teórica e ingeniería técnica.
Sin
embargo muchos dicen que llegué tan alto gracias al apoyo de uno de mis
profesores: Carlos Fundillo. Él iluminó mi mente, lo reconozco, y ha sido mi
amigo y colaborador todos estos años, es cierto (es subdirector de mi empresa).
Pero yo enfoco la circunstancia desde otro punto de vista: él jamás habría
llegado tan alto sin mi genio.
Además,
yo soy el único responsable del proyecto secreto que me ha llevado a esta
situación. La máquina de Desenfoque Cuántico.
He
visto acontecimientos pasados y futuros. Y finalmente he provocado mi traslado
físico a una época en la que aún falta un año para mi concepción. He elegido
este momento porque me da pavor poder encontrarme con el niño que fui. Al fin y
al cabo mirar mi futuro próximo me ha llevado hasta este pasado.
El barrio está un poco cambiado, según mis recuerdos
de infancia. La fuente que había en frente de mi casa, la de los peces que
echaban agua por la boca, aún no existe, y en su lugar hay una estatua de un
antiguo general, medio derruida y llena de moho. Hay otros cientos de pequeños
detalles: los nombres de las tiendas, la falta de algunos árboles o el añadido
de otros. El sabor a nuevo del barrio, recién creado por aquella época, que yo
nunca llegué a apreciar en mi paladar ni en mis ojos.
Pero el colegio, como yo ya sé, existe, porque ha
sido levantado el año anterior a mi llegada aquí. Y sé, por que él siempre me
repetía la anécdota, que en ese edificio arquitectónicamente sin encanto y
plenamente funcional, está la persona que busco. Es el mismo colegio al que yo
iría años después, aunque yo lo conocí bastante más desmejorado, lleno de pintadas
y desconchones. Ahora, como el resto del barrio, tiene el color de lo nuevo, el
brillo de las primeras televisiones en color. Aquel primer tono tan fresco, de
una realidad distinta y más completa, que diluía los grises para sustituirlos
por colores vivos, era igual que el que tenía el barrio en aquel primer momento
de su existencia. Algo más de un año antes de mi nacimiento. Y ahora yo sabía
que uno de los capítulos cruciales de mi muerte se jugaría en aquel lugar que
yo habitaría unos años después que él.
A Carlos Fundillo lo conocí en la universidad, como
profesor. No mantuve con él más que la típica relación entre profesor alumno,
en este caso especialmente fría, porque resultó ser un hueso que me costó
varios años de carrera superar.
Desde
un principio, pareció querer ensañarse conmigo, y me exigía más que a los
demás, por lo que llegué a odiarle de una forma primaria y absoluta.
Si mi carácter hubiera sido otro, habría hecho que
alguien le diera un buen susto. Pero yo nunca destaqué por ser violento.
Además, con el paso de los años pude conocer mejor al buen profesor y descubrí
que su motivación no había sido el ensañamiento, sino la admiración, y quizá
algo de envidia. Sabía que yo era diferente, y había tratado por todos los
medios de sacar todo lo que yo tenía dentro. Por último, lo había logrado, y
justo en ese instante, al doctorarme (él fue quien dirigió mi tesis),
comenzamos una larga relación de amistad y trabajo que aún dura.
Juntos montamos una empresa, de la que yo soy cabeza
y él segundo. Juntos creamos adelantos teóricos y sobre todo tecnológicos, que
nos han convertido en una de las empresas más rentables del sector.
Pero yo sabía que en el fondo estaba desperdiciando
mi genio. Cedí la mayor parte de mis responsabilidades a Fundillo y yo me
encerré en mi laboratorio para llevar a cabo el más ambicioso de mis proyectos.
Algo que debía hacer yo solo, que nunca debía compartir con nadie, porque
estaba seguro que solo mi genio en estado puro, sin interferencias externas,
lograría alcanzar el objetivo final.
La otra noche, justo antes de que terminara mi
Desenfocador Cuántico, estuvimos cenando en mi chalet, y luego en el jardín de
la piscina, con nuestras respectivas mujeres dándose un baño nocturno,
tomábamos unas copas y recordábamos tiempos pasados.
-Fuiste un alumno problemático. Carecías de
disciplina, y yo tuve que luchar con aquel jovencito tozudo para convertirte en
lo que eres hoy.
Yo sonreí irónicamente ante las palabras de Carlos
Fundillo. Di un leve trago a mi bebida helada y luego le miré fijamente.
-Lamento que en eso no estemos de acuerdo. Sabes que
pienso que el genio acaba por surgir. Mira Einstein. Era un malísimo alumno. La
disciplina solo hubiera conseguido matar su creación.
-Te equivocas, amigo .- Sonrió a su vez Carlos . –
Simplemente sucedió que el padre de la Relatividad encontró un modo diferente
de disciplina, para la que creo que tú nunca hubieras estado dotado. Él era un
perfecto autodidacta. Tú no.
No quise contradecir a mi amigo y dejé que el resto
de la velada transcurriera plácidamente.
Entonces, como digo, terminé mi proyecto. El
Desenfocador tenía la particularidad de cambiar la inercia cuántica, de modo
que podía lanzarme hacia el pasado o hacia el futuro. Al principio solo podía
ver lo pasado o lo futuro, como si me llegara una nueva programación de la
televisión por cable. Pero después mejoré la máquina para que me permitiera
viajar físicamente.
Y ahora estoy aquí. Consultando mi reloj, mientras
camino hacia el colegio donde estudié, hace ya tantos años y que sin embargo
todavía no me ha albergado en su interior vez alguna. Ya falta poco para que
terminen las clases. Tanteo dentro del bolsillo para comprobar que el hilo de
acero está en su sitio, que los guantes de cuero están ahí, que no se me olvidó
la foto.
Me siento en un banco, en un parque frente al
colegio que hace muchos años dejó de existir. Sé que aquí juegan muchos niños
al salir del cole. Hay varios columpios cochambrosos, pero que a los niños les
encantan. Dejo que el sol bañe mi cara, y mientras robo al tiempo esos rayos
solares, me pongo parsimoniosamente los guantes de cuero.
Realmente él no tiene la culpa. Todo resultó ser un
desgraciado accidente. Pero sé que también podría haber sido evitado si mi
amigo hubiera sido prudente. En primer lugar, si me hubiera hecho caso y me
hubiera dejado conducir a mí.
Dos días después de finalizar mi Desenfocador, tuve
la infeliz idea de probar su funcionamiento observando mi propio futuro
reciente. He de decir, que en el futuro no se puede saber exactamente en qué
momento nos encontramos. He logrado cerrar el intervalo entre uno y tres meses,
pero no se puede ser más preciso con algo que aún no ha sido esculpido en la
argamasa del tiempo. Sin embargo, en el pasado es mucho más sencillo. Se puede
elegir una fecha concreta con un error máximo de más menos 2 días. Digo esto
por lo siguiente:
Mi Desenfocador estaba conectado a una gran pantalla
de plasma de mi laboratorio secreto. Quería ver mi futuro un mes adelante, para
comprobar el funcionamiento general del ingenio. Simplemente deseaba echar un
vistazo y hacer unos ajustes. Así que programé un mes. Como he dicho, no puedo
estar seguro de que lo que vi vaya a ocurrir justamente dentro de un mes. Puede
ser uno o cuatro, pues el intervalo está en tres meses, como ya expliqué antes.
Así que no puedo saber el momento exacto en que ocurrirá. Sólo sé que ocurrirá,
y bastante pronto.
En la pantalla vi que una llamada de teléfono me
sacaba de la ducha. Era Carlos, para decirme que teníamos una reunión de
trabajo muy importante, aquella misma noche. Yo me negué en rotundo, no deseaba
salir aquel día, y estimaba que él solo podía encargase del asunto. Pero Carlos
insistió. Estaba convencido de que allí había un gran negocio en ciernes. Así
que al final cedí.
Al anochecer su coche se acercó a la valla de mi
casa. Yo había sacado mi propio coche del garaje, pero él insistió en que
prefería conducir.
Debí haberme negado, pero no lo hice. (Y lo supe aún
mientras lo veía en la pantalla). En la carretera me di cuenta de que Carlos
iba demasiado deprisa, estaba bastante nervioso.
-Deberías ir un poco más despacio.
Él sólo me miraba y se limitaba a conducir cada vez
internándonos más en la noche. Se suponía que la reunión era en una cuidad
cercana, por lo que habíamos elegido el coche como medio de transporte más
efectivo.
En un momento en el que pasábamos por una carretera
desierta, Carlos me miró y me quedé helado.
-Sé lo que has hecho, mi buen alumno. Y sé que no
pensabas contar conmigo.
Tardé un segundo en reaccionar.
-¿Qué dices?
-Sabes lo que digo.
Y entonces percibí el fuego en sus ojos. Y me di
cuenta de que había estado bebiendo.
-Carlos, deberías parar.
Pero no paró. Simplemente estaba enfurecido conmigo.
Sabía que no iba a hacerme ningún daño. Deseaba oír una explicación, sólo era
eso. Pero yo no podía permitir que se saliera con la suya. No le daría ninguna
explicación. Así no. Tendría que ser a mi manera, en mi terrero. Así se lo
dije.
Carlos aceleraba cada vez más, imperceptiblemente.
-Yo he dado todo por ti, y al final me has dejado
fuera del proyecto más importante de todos. Nunca creí que fueras capaz.
Ya no iba a negarle nada, pero tampoco a aclarar
cosa alguna.
-Yo soy dueño de mi destino, Carlos, y lo conduzco
por la carretera que a mí me interesa. Ahora para.
A pesar del tono imperativo de mi voz, Carlos
Fundillo no hizo más que acelerar. Entonces perdí los nervios. Traté de tomar
el control del volante, pero lo único que conseguí fue provocar el desastre.
El coche se precipitó por un barranco, y así fue
cortado de raíz el sendero de mi futuro.
Me quedé blanco mientras observaba la pantalla. Pero
aún me mostró un par de imágenes más. Mi triste funeral, menos concurrido de lo
que yo esperaba, y la imagen de Fundillo recuperándose en el hospital. Fundillo
recuperado y al frente de la empresa.
Me quedaban unos pocos meses de vida. Todo el
esfuerzo que había hecho para lograr mi estatus social y científico se
desperdiciaría. Estaba sentenciado.
O quizá no.
Mis estudios sobre el tiempo, que me habían dado la
base teórica para dar cuerpo a mi máquina, me habían mostrado que el tiempo es
una vara de acero difícil de torcer. Cuanto más importante y marcado era un
hecho, más difícil era modificarlo en el curso del tiempo. Y la muerte era lo
más definitivo de todo. Un pequeño cambio en las circunstancias no haría sino
darle otra envoltura al hecho final: mi muerte.
Así que me daba cuenta de que no podía hacer nada
por cambiar lo que se me avecinaba. La parca estaba tras mi rastro y no veía la
forma de despistarla. Hasta que caí en la cuenta de que la teoría tenía otra
parte, que la equilibraba como un columpio con dos pesos casi exactos.
Para modificar un hecho fuertemente marcado, había
que hacer otra modificación fuerte. Entonces lo vi claro. (No quise considerar
ni por un momento la otra opción, que enseguida aparté de mi mente). Sí, debía
acabar con Fundillo. Él provocaba mi muerte, así que la suya debía ser la
solución. Pero había dos problemas. Uno: si me cogían mi futuro alternativo tampoco
era demasiado halagüeño. Dos: que no podía estar seguro de que la muerte no
adoptara, al fin, otra forma, y me terminara encontrando en otro recodo del
camino.
Así que pasé noches sin dormir meditando la
cuestión. Hasta que di con la solución. Yo me había hecho a mí mismo, y se lo
iba a demostrar al buen profesor.
El sol ha subido hasta ponerse justo encima de mí.
Estoy preparado para hacerlo. La solución era clara. Lograr que la máquina me
trasladara físicamente al pasado y arreglar aquí aquel pequeño asunto.
El lugar está vacío, excepto por un chico joven que
come un bocadillo, justo al otro lado del parque, sentado en otro banco. No
supone problema alguno.
Los niños empiezan a salir del colegio. Y yo
comienzo a buscar entre los cientos de rostros alegres e inadvertidos de mi
presencia.
El día siguiente al visionado de mi pronto futuro,
había visitado a Fundillo y habíamos hablado largamente del pasado. Él me había
contado muchas veces que habíamos ido al mismo colegio, que habíamos tenido
profesores comunes, aún con diez años de diferencia. Él bromeaba diciendo que
nuestra educación infantil impartida por algún profesor en concreto, nos había
convertido, en dos momentos independientes, en lo que éramos ahora. Dos grandes
gurús de la tecnología del siglo XXI. Al final capturé el corazón melancólico
de Fundillo y me contó más cosas sobre su pasado. Y conseguí lo que había ido
buscando. Que me enseñara sus fotos de niño. Yo nunca las había visto, y él se
ofreció con gusto a mostrarme un completo álbum.
Elegí aquel momento como podía haber elegido algún
otro. Pero aquella foto del niño rubio (aunque luego Fundillo echó un pelo
castaño y vulgar), con el jersey a rayas y la sonrisa tan de anuncio de
televisión, me llegó muy hondo. Le pregunté qué edad tenía:
-Diez años. Fue el año en que nos trasladamos hasta
el barrio. Cuando empecé a ir a nuestro colegio. Fue uno de los mejores
momentos de mi infancia, a pesar de que estuve escayolado tres meses. Hice
varios amigos que aún conservo, con lo difícil que resulta conservar los amigos
de tan tempranas épocas.
Yo simplemente asentí y me quedé con la imagen de
esa foto. Y hice algo más, cuando él se retiró un momento al baño, saqué una
mini cámara digital, y realicé una foto de la foto.
Y ahora tengo aquella foto en la mano. Y la miro con
avidez a la vez que observo a los niños que se van acercando.
Cuando lo veo casi pego un respingo, y por un
momento estoy a punto de esconderme, creyendo absurdamente que me va a
reconocer.
En ese momento me levanto y me acerco al muchacho
rubio. Le llamo por su nombre. El niño me escucha receloso, pero como le digo
el nombre de su madre y el piso donde vive, acepta irse conmigo hacia su casa.
Ahora está lleno de pisos, pero aún en mi temprana
infancia había un solar donde íbamos muchas veces a jugar. Seguramente, aquel
niño rubio también juega en él muy a menudo, porque no se sorprende de que le
haya llevado allí.
-¿Señor, es usted también amigo de papá?
-No, solo de mamá. Mamá me dijo que estaría aquí en unos
minutos para que juguemos los tres.
-¡Estupendo! Me gusta jugar con mamá, a veces juega
conmigo en el parque. ¿Se lo ha dicho?
-Vamos a jugar a la cuerda. – Digo mientras saco el
cable de acero. El niño me mira muy serio, viendo como lo estiro con fuerza,
como me lo enrollo en las manos. Le digo que para jugar tiene que darse le
vuelta y taparse los ojos.
El niño rubio obedece y me preparo para hacerlo.
Pienso: Carlos Fundillo, por el poder que me concede
el Desenfocador Cuántico, te condeno a morir asfixiado por los cargos de
provocar mi muerte en un lejano futuro.
Paso el cable por el cuello del niño. Mientras
aprieto y el niño sufre las sacudidas de la muerte, empiezo a decir su nombre
en voz alta.
-Carlos Fundillo, te condeno a no haber existido jamás
en mi vida. Carlos Fundillo, ya nadie dirá nunca que todo lo que tengo te lo
debo a ti.
Lo último que miro antes del regreso es el cuerpo
sin vida, tirado en mitad de aquel solar abandonado. El cuerpo retorcido, el
pelo rubio manchado de barro. La inocencia socavada por la muerte.
En mi cuarto no se oyen ruidos. Me doy cuenta de que
estoy de regreso. Ya lo he hecho. Sé, por mis propias teorías, que ahora este
futuro al que he vuelto no es el mismo que abandoné, aunque espero que resulte
muy parecido, porque siempre pensé que Fundillo no fue realmente determinante
en mi existencia.
Cuando salgo de mi cuarto y veo a mi mujer, sé que
todo ha salido como esperaba. Mi vida es lo que era, como yo pensaba. Pero
entonces veo al otro hombre a la mesa, y cuando intento decirle a mi esposa qué
significa todo esto, me doy cuenta de que ellos ni me ven ni me oyen.
Presa del pánico, vuelvo a mi habitación, y le pido
un informe a mi máquina.
Lo que me dice la pantalla me estremece.
“Técnicamente, ahora no existes”. Entonces trato de retroceder de nuevo, para
arreglar la situación, ir allí y no acabar con Fundillo, pensar otra posible
solución. O quizá pueda acabar con él y en la siguiente venida las cosas
vuelvan a la normalidad. Tiene que ser un fallo de mi máquina, aunque pensé que
todo estaba bien, pero debe haber pasado algo que ha provocado un leve error que aún puedo
reparar. Le pido a la máquina que me lleve otra vez a aquel lejano día en el
que maté al niño que un día fue mi profesor Carlos Fundillo. Sin embargo la
máquina no me obedece. En lugar de eso me ofrece unas imágenes del Fundillo
niño que no acabo de entender. La máquina me aclara que es el futuro
alternativo de no haber acabado con el niño Fundillo.
Veo al niño rubio y angelical jugando en los
columpios. No hay ningún hombre esperándole con un cable de acero en el
bolsillo. Solo hay un chico que se ha tomado la mañana libre y que come un
bocadillo, en otro banco, cerca de donde había estado yo mismo esperando.
El niño Fundillo tiene un grave accidente, se cae de
un columpio y se rompe una pierna. El muchacho joven suelta el bocadillo, coge
al muchacho en brazos y lo lleva a una clínica cercana. El niño rubio chilla de
dolor mientras el joven carga con él.
Al llegar a la clínica, les atiende una chica joven,
enfermera recién licenciada, que hace pasar al niño a urgencias y que luego se
queda hablando con el joven. Ese mismo fin de semana salen juntos y algo más de
un año después se casan.
Y allí acaba todo. Vuelvo a salir al salón y chillo
a mi mujer y al extraño, pero ninguno de los dos parecen oírme. ¿Qué tienen que
ver una pierna rota y unos novios conmigo?
Pero entonces algo me hiela el alma. Y de pronto
comprendo. Aquella bonita recién licenciada es la que luego sería mi madre.
Aquel chico que comía un bocadillo y que había llevado a Fundillo a la clínica,
es el que sería mi padre.
Yo he eliminado la causa de que se conocieran, he
eliminado a Fundillo, que sin yo saberlo, además de hacer de mí un hombre
brillante, había logrado sin proponérselo, más de treinta años antes, ser de
alguna forma la causa primigenia de mi existencia.
Al condenar al Fundillo futuro a la no existencia,
me he condenado a mí mismo a igual destino.
Cuando la máquina se queda sin baterías, me doy
cuenta de que empiezo a desaparecer.
Ya no soy nadie, jamás he existido. Toda mi vida no
es más que una pesada broma del tiempo. Fundillo se ha borrado de mi vida,
jamás trabajamos juntos. Jamás existió nuestra relación. Mi vida jamás se cruzó
con la de aquel niño asesinado en un descampado por un ser que ya no es. Aunque
en realidad eso carece de sentido, porque yo nunca existí, no existo y nunca
existiré. Ni existe ya ninguna máquina de Desenfoque Cuántico. (Ni aun ahora me
atrevo a pensar que siempre supe la verdadera solución, volver unos meses en el
pasado y destruir cualquier vestigio del Desenfocador Cuántico).
Y ahora me desvanezco como las brumas vaporosas del
sueño al comenzar la vigilia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario